Las mil y una es una película claramente por encima del promedio del cine nacional. Dos cosas las elevan notablemente: una es la puesta en escena de una directora brillante que sabe que quiere filmar y cómo hacerlo. Un plan secuencia que funciona sin pretender ser un lujo visual, una elección formal que explica el mundo de los personajes. Virtuosa pero sobria a la vez, así es la película. Y lo otro que la vuelve realmente grande es que respira autenticidad en cada uno de sus momentos. No es una cineasta en un púlpito o leyendo sobre un tema, es alguien que nos sumerge en el mundo de sus personajes, sus ideas, su vida cotidiana, su entorno. Cada interior y cada exterior del film se ven reales en el sentido más completo de la palabra.
Iris (Sofía Cabrera), de 17 años, ha sido expulsada de la escuela luego de sus constantes faltas. Su teléfono y su pelota de básquet son su mundo. En un barrio humilde de Corrientes ella vive en espacios reducidos junto a su familia. La descripción de cada personaje es concreta, aun sin explorar en exceso su psicología. El entorno se ve hostil por momentos, más allá de los fuertes lazos entre algunos integrantes de la familia y algunos amigos. Pero aparece Renata (Ana Carolina García), una joven que es lo contrario a la tímida Iris. Renata se lleva el mundo por delante y entonces Iris se fascina inmediatamente. La escena en el colectivo está entre las mejores del cine de esta última década. Las actrices son extraordinarias, aun teniendo estilos casi opuestos.
Decíamos que había talento y autenticidad. En una cinematografía de más de cien estrenos anuales, la mediocridad y la repetición abundo, pero Las mil y una justifica el esfuerzo de seguir buscando grandes películas en el cine argentino contemporáneo. Una buena película no tiene país, aun cuando describa a la perfección un lugar específico del mundo. Una verdadera joya que nadie debe perderse.