EL NO CINE
El almuerzo es una desgracia cinematográfica. Una película que reúne los peores defectos estéticos que una película puede tener. Uno de esos títulos que están por debajo de la línea aceptable que separa al profesionalismo del amateurismo en el peor sentido posible. La historia que cuenta El almuerzo no encierra misterio alguno, la película cuenta un almuerzo. Jorge Rafael Videla, dictador a cargo de la presidencia a partir de 1976, invita a diferentes personalidades nacionales y llega el turno de la cultura. Así es como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Ratti y el Padre Castellani se reúnen con Videla y con el General de la Presidencia, Villarreal. Pero el film empieza antes, cuando dos semanas antes el escritor Haroldo Conti es secuestrado por la misma dictadura. El paralelismo entre el escritor secuestrado y los escritores que almuerzan con Videla es de una obviedad bastante molesta, sin entrar en la ideología política del director, que con el correr de los minutos logra volverse tan chirle como irrelevante.
La dictadura militar será un tema para el cine argentino durante muchos años más, mientras haya directores que deseen genuinamente tratar el tema y espectadores que quieran ver sus películas. No sospecharemos ni aquí ni nunca, de la idea de que un director sea un cínico que busca el crédito fácil del INCAA para hacer una película de presupuesto insólitamente pobre con el fin de hacer de su film político un gran curro. Pero igual hay que estar atentos, porque eventualmente podría llegar a pasar.
El almuerzo tiene varios frentes que la convierten en una experiencia insufrible. Para empezar, la película se pobre, muy pobre, como si unos amigos se hubieran juntado un fin de semana a jugar a hacer cine. Muchos directores independientes han hecho buen cine de esa manera, pero su forma de filmar y lo que filmaron tenía coherencia. El almuerzo pretende que el espectador se tome en serio un film narrado como si fuera televisión de hace veinte años, que creo como lujoso algo que es de una pobreza insólita, que creamos escenas de una ridiculez que no se veía desde las últimas películas de Enrique Carreras.
Las actuaciones son un capítulo aparte. Roberto Carnaghi logra sobrevivir al disparate y Lorenzo Quinteros compone un Sábato más sofisticado que la película misma. Ahora bien, los demás, son una verdadera calamidad. Awada haciendo de Videla o Bonín haciendo de Villareal están simplemente fuera de toda la evolución positiva del cine argentino de los últimos veinte años. Pero la cereza de este postre terrible es Jean-Pierre Noher haciendo de Jorge Luis Borges. El máximo genio de la literatura argentina queda en manos de una actuación que lo destruye. Noher hace una imitación del escritor que resulta siempre indignante y cómica. Como en aquel viejo programa de televisión cómico Las mil y una de Sapag, su imitación es grotesca y no puede ser tomada en serio. Duele ver esa imagen de Borges. Peor aún, ni el guionista, ni el actor, ni el director entienden cual es su genialidad y lo tratan como a un pesado. Borges, según esta película, es un salame, un tarado insoportable que dice cualquier cosa, que carece de valor. Que almuerza con genocidas y luego se esconde asustado.
Tal vez sea la marca de los tiempos que corren. Un revisionismo parcial y manipulador, donde el peor crimen que se puede cometer no es desaparecer gente, sino ser un genio. Jorge Luis Borges es el enemigo de la falta de inteligencia de películas como esta. Como Borges no fue secuestrado por la dictadura ni formó parte de una organización armada, ni fue nunca de izquierda, no merece ser respetado. Qué una parte demasiado grande de la crítica argentina haya defendido esta película solo puede hablar de un embrutecimiento de los que escriben o de una complicidad inaceptable. No puedo juzgarlos uno por uno, pero sumados, esos críticos dan tanta vergüenza e indignación como esta película que está entre lo peor de los últimos años.