Hace unos años, tal vez veinte, las salas de estreno tenían una variedad de la que hoy carecen. Aunque por aquellos años también nos quejábamos, está claro que gran parte de los mejores cineastas del mundo hoy no llegan a la Argentina sino es través de los festivales y los ciclos de cine. El cable y las plataformas de streaming, que han crecido y han cambiado por completo el consumo audiovisual también luchan por cubrir las limitaciones de la cartelera local. Uno de los muchos ejemplos de cineasta que tuvo gran repercusión y llegó a estrenar comercialmente es Naomi Kawase. Conocida en Argentina a partir del estreno de Suzaku (Moe no suzaku, 1997) en la sección La mujer y el cine del Festival de Mar del Plata, la película tuvo un largo circuito de premios en los festivales del mundo, incluyendo la Cámara de Oro en el Festival de Cannes. Pero más allá de los premios, su carrera se volvió foco de atención a partir de entonces, alternando la directora entre la ficción y el documental y entregando algunos films memorables. Entre ellos la película Shara (2003) que le permitió llegar a más espectadores y para muchos fue la primera vez que se encontraron con el talento de esta directora.
Su cine, que muchos consideraban exclusivo para festivales, se ha volcado a narraciones un poco más clásicas, como es el caso de Una pastelería en Tokio (Sweet Bean/An, 2015). En esta película Kawase muestra el mismo estilo de todos sus films, incluyendo un bello plano inicial tan atractivo como el de Shara. Acá la directora cuenta la historia de Sentarō, el solitario encargado de una pequeña pastelería en la ciudad de Tokio. Sentarō es un personaje reservado, algo hosco y a diario sirve dorayakis. Tiene una clientela pequeña y es capaz de regalarles sus pastelitos a tres adolescentes con tal de que se vayan del local. Su rutina absoluta y serena se ve interrumpida por la aparición de una anciana fascinada por el árbol de cerezo frente al local quien le pide a Sentarō trabajo como ayudante. La septuagenaria llamada Tokue no parece la empleada ideal, pero su insólita insistencia se ve recompensada cuando Sentarō descubre que ella tiene una sobresaliente habilidad para hacer la pasta de porotos dulces que llevan los pastelitos dorayakis.
Estos dos personajes, sumados a un joven habitué del local, son el trío protagónico de la película. Con la simpleza de los maestros del cine japonés, Kawase consigue una vez más captar lo intangible. Su capacidad para ir mucho más allá de la superficie tomando elementos sencillos es desde el comienzo de su carrera su mayor virtud. Las acciones de los personajes, mínimas, cotidianas, con pocas palabras y una gestualidad mínima se convierten en el perfecto canal de transmisión de sentimientos de los personajes. Cuando conozcamos mejor a Sentarō y Tokue no será a través de su pasado, sino de las marcas de ese pasado en su presente. El Tokio que aparece en la película no es el céntrico, el acelerado mundo de la gran ciudad japonesa, sino el de los barrios aledaños, que sigue luchando entre lo viejo y lo nuevo. El tema favorito de grandes cineastas japonesas vuelve a aparece aquí. Lo tradicional amenazado por los cambios, pero no solo en el sentido literal de las transformaciones sino en su significado en la vida de las personas. En la desesperada búsqueda de sentido, en la velocidad del cada día, se pierde la esencia de las cosas. El respeto por la pureza de las cosas, por ese instante de sensibilidad artesanal es el corazón de la película. Una pequeña tarea realizada a la perfección, cada día un poco mejor, pero siempre hecha con lo mejor que uno puede ofrecer se convierte en sí mismo en un arte, en un fin en sí mismo.
El respeto por la sabiduría de los ancianos, la lucha contra los prejuicios y temores de la gente, la idea de que los jóvenes busquen un camino diferente al asignado, la posibilidad de inmortalizarse en un detalle pequeña capaz de resumir un mundo, todas esas cosas están plasmadas con la belleza de quien las comprende y venera.
Por amor al mejor cine proveniente de Japón y también porque sin duda están conectados, no hay que dejar de mencionar a Yasujiro Ozu. Si el más grande de todos, el más sabio, el más coherente de los directores japoneses se viene a la mente al ver Una pastelería en Tokio es porque Naomi Kawase comparte mucho de su cine con él. Pero mientras que Ozu tenía una mirada por momentos oscura y desesperanzada, Kawase se descubre más optimista. Ozu vivió el final de una era, Kawase observa los elementos todavía rescatables de esa época. Hablábamos de que la directora filma de manera más clásica que en sus películas anteriores pero que esto no suene a que no están sus mejores planos ni la poesía de su arte. La forma en la que Kawase filma las hojas movidas por el viento o el más pequeño plano detalle demuestra que aun se fascina y nos fascina con los misterios que nos rodean. Sus personajes son tan adorables que para cualquier espectador será sencillo entrar en el mundo de ideas complejas y abstractas. No existe una forma única de hacer cine, pero los grandes maestros nos hacen sentir, en lo que dura su cine, que no hay mejor manera que la estamos viendo. Esa maestría la domina a la perfección Naomi Kawase.