Nueva York, década del cincuenta. El protagonista es un detective privado que, como en todo buen film noir, se cruza con una historia mucho más complicada de lo que creía en un comienzo. Lionel Essrog (Edward Norton, también director y guionista) tiene que investigar la muerte de su amigo y mentor y al hacerlo se sumergirá en una conspiración cuyos alcances eran inimaginables en un comienzo.
Essrog tiene a su favor una memoria prodigiosa. Puede recordar todo lo que escucha y también lo que ve. Pero a la vez posee síndrome de Tourette, por lo cual sus tics, sus cambios de tono y sus expresiones fuera de lugar no le permiten pasar desapercibido o comportarse de manera sobria.
La reconstrucción de época es espectacular, la trama que por momentos recuerda a Chinatown (1974) es interesante y el elenco es un verdadero lujo. Pero el esfuerzo permanente de Edward Norton por mostrar su calidad de actor y sus habilidades para interpretar a un detective con síndrome de Taurette arruinan toda la experiencia. Ningún clasicismo puede funcionar si uno de los elementos se la pasa llamando la atención sobre sí mismo como si fuera un cartel de neón en medio de la noche. El ego de los actores, empeorado por estar sin control en su triple trabajo (cuádruple sin contamos que es uno de los productores), suele generar estos momentos vergonzantes. Sin duda es lo que quería Edward Norton, pero cuesta creer que fuera lo que necesitaba la película.