Terry Gilliam no necesita presentación. Aunque sí necesitamos revisar cual es la situación actual de su filmografía. Con idas y vueltas, éxitos y fracasos, el director norteamericano que formó parte de los Monty Phyton tiene un lugar de privilegio dentro de la historia del cine, aunque no todos los cinéfilos lo aprecian de la misma manera. Haber estado en el mítico grupo cómico y haber dirigido Brazil son sus legados insuperables. Pescador de ilusiones y 12 monos fueron también dos películas taquilleras en su obra. Tuvo fracasos, problemas y un poco de mala suerte, lo que lo llevó a tener una carrera despareja, sin llegar a juzgar su calidad artística, que también sufrió notables altibajos.
Cuando a fines del siglo XX encaró uno de sus proyectos más cercanos, no imaginó que lo iba a arrastrar a una locura de más ve veinticinco años de batalla por terminar una simple película: El hombre que mató a Don Quijote (2018). Este guión, que coescribió junto con Tony Grisoni, se basa en los personajes de Cervantes, una historia sin duda muy cercana al imaginario de Terry Gilliam. El Quijote ha sido una presencia sutil o directa en muchos films del director de Las aventuras del Barón Munchausen. Los personajes locos, incomprendidos, que viven en su propia realidad aparecieron a lo largo de toda la obra de Terry Gilliam y en cierto punto se terminó convirtiendo en su propia historia. ¿Quién lucha durante veinticinco años para hacer un film y cambia de actores como lo tuvo que hacer este director?
La respuesta a la pregunta anterior podría ser Orson Welles. Justamente un genio de la historia del cine que se enredó con El Quijote en la década del cincuenta y años más tarde tuvo que abandonar todo sin poder concluir su obra. Un montaje raro y un tanto irrespetuoso se terminó exhibiendo años más tarde luego de la muerte de Orson Welles, pero no era su película terminada. Ser un director maldito no es una virtud en sí misma. Quejarse todo el tiempo de la industria pero encarar proyectos que solo el cine industrial puede financiar es caer en una contradicción hipócrita. Orson Welles hizo obras maestras con la industria y sin la industria. Terry Gilliam ya tomó el lugar sencillo de culpar a otros sin reconocer su propia decadencia y repetición como realizador.
Pero vayamos a la película. La historia comienza con la presentación de Toby (Adam Driver) un director de cine que intenta rodar una película sobre la novela de Cervantes; pronto sabremos que ese mismo director ya hizo un proyecto en su época de estudiante basado en el mismo tema. Se escapa del rodaje y visita los lugares donde filmó cuando era más joven. Descubrirá a su antiguo protagonista principal (Jonathan Pryce), un zapatero que, desde aquel rodaje, perdió la cabeza y vive creyendo que es el mismo don Quijote. El zapatero confunde a Toby con Sancho Panza y la película comparte varias capas de fantasía y realidad, de diferentes Quijotes que se superponen y se mezclan. En el medio hay productores, Dulcineas, gigantes y tramas que se abren sin saber cuáles son los límites de la realidad.
Gilliam sin duda se incluye dentro de esta historia. El director joven con pretensiones que no mide las consecuencias de su cine al director ya más grande, metido en el sistema, que se comporta de forma temeraria aunque ya no es una persona completamente libre y ha adquirido nuevos compromisos. Es una reflexión sobre su propio arte. Ver el documental Lost in La Mancha (2002) sirve para confirmar todo lo que se adivina en esta película. Gilliam habla del disparate que es hacer cine. Pero no tiene ni la profundidad de Federico Fellini en 8 y ½ ni el profundo amor agradecido de François Truffaut en La noche americana. Incluso volviendo a Orson Welles, cuando el gran director estuvo en un callejón sin salida completó una obra maestra llamada F de Falso, una reflexión sobre sí mismo y el mundo del cine.
Los actores están bien, Adam Driver consigue darle al difícil rol protagónico la intensidad necesaria y Jonathan Pryce, habitual colaborador de Terry Gilliam, hace un Don Quijote espectacular. El director ha tenido mucha suerte al toparse con estos grandes actores luego de haber perdido a tantos otros a lo largo de las décadas. Pero la película se ve como una repetición de otros film del director, con fórmulas algo agotadas, con una duración excesiva y los enredos narrativos propios del director que disfruta de su barroquismo pero sin volver apasionante su historia. La película fue ovacionada en el Festival de Cannes cuando se estrenó y es difícil saber si fue porque les gustó mucho o porque valoraron el esfuerzo demencial de Terry Gilliam de insistir de forma maniática hasta terminarla. No tuvo luego de ese éxito inicial mucha repercusión en salas comerciales. Si esta es la última película del director, se habrá despedido luchando contra molinos de viento. La metáfora más obvia y conocida vinculada con Don Quijote de La Mancha.