Lila y Marcela trabajan para el estado en la provincia de Buenos Aires. Son personal de limpieza de una dependencia estatal. Conocen cada pequeño espacio del lugar y, como suele ocurrir, su funcionamiento más allá de las reglas oficiales. Se las ingeniaron para gestionar un comedor dentro del lugar, de manera ilegal, en un espacio olvidado del edificio. Pero con la llegada de una nueva titular al ministerio, las cosas cambian. Todo se vuelve inestable, el comedor peligra, las promesas de la nueva gestión no son confiables y las dos mujeres inician una batalla por sobrevivir. La película muestra, con humor negro, esta pelea entre las dos empleadas estatales.
Al parecer, el estado es un lugar donde la gente puede trabajar o no trabajar toda su vida, al menos dice eso la película, hasta que llega una gestión malvada que rompe con su pequeña madriguera bien establecida. El director cuenta con habilidad esa batalla y logra apuntes interesantes. Pero al mismo tiempo decide, con poca honestidad intelectual, tener una mirada acrítica, incluso con simpatía costumbrista, acerca de la vida estatal. Sus dardos están lanzados contra la nueva secretaria del ministerio. La película establece que, más allá de las peleas internas, el mal habita afuera, no en la planta permanente a la que los empleados intentan acceder, y así no irse jamás, hagan lo que hagan.
La necesidad de bajar línea en una película que tenía inicialmente buenas ideas y grandes actrices, entorpece el producto final y el último tercio desbarranca en una mirada demasiado simple, demagógica y finalmente fallida. Los cineastas en Argentina parecen no tener el coraje de hacer películas inteligentes hasta el final, subestiman al público y el resultado está a la vista.