LA ORTODOXIA AL DIVÁN
Una de esas reglas por demás “consabida”, aunque estrictamente respetada sólo de acuerdo al grado de ortodoxia que guarde cada analista, consiste en la preservación ante el paciente de cualquier información que pertenezca a la esfera de la vida íntima del analista.
Quien haya pasado alguna vez por la experiencia de un análisis sabe bien a qué me refiero, a esa aprensión que los analistas, en algunos casos en mayor medida que otros, dependiendo también de las escuelas, poseen a mostrar alguna faceta de su vida personal. Aprensión lógicamente justificada si se piensa que ellos operan en la sesión como una especie de “médium” entre el paciente y su propio discurso, algo así como un asistente en la traducción, pues en definitiva es el paciente quien debe “interpretarse” a sí mismo. Allí, en esa especie de neutralidad impostada es donde suele ubicarse el analista para no contaminar la “escucha” del paciente. Es por esta razón que siempre evitan las alusiones directas a su privacidad así como cualquier manifestación explícita de sus deseos, decisiones o elecciones muy personales. El pacto que vincula la relación “paciente y analista” establece tácitamente este arreglo, y cuando por alguna razón esta regla se vulnera de forma tal que pueda perturbar el tratamiento, lo más probable es que alguna de las partes (posiblemente el profesional) interrumpa el análisis.
En síntesis, se puede decir que el vínculo entre un paciente y un analista se sostiene, en gran medida, a partir de dos ejes fundamentales: el esfuerzo que una de las partes ponga en mostrar todo de sí, y el esmero que la otra ponga en ocultarse.
Aunque lamentablemente para el trabajo de los analistas, esta ficción no siempre cuenta con la neutralidad del azar, ese convidado de piedra que a veces se cuela en cualquiera de nuestros vínculos sociales.
Del diván a la mesa
Luego de esta extensa introducción, imagine entonces el lector lo que puede ocurrir cuando una psicoanalista descubre que ese hombre joven y soltero que ha enamorado a su paciente (una inteligente y bella mujer, catorce años mayor que su partenaire y recientemente divorciada) es su propio hijo. Imagine luego, la incomodidad cuando deba escuchar las proezas sexuales del mismo joven (¡su hijo!) relatadas en forma pormenorizada y con encendido entusiasmo por la ardiente paciente.
La hilaridad de estas situaciones generadas, obviamente, a partir de ese dilema vincular que plantea el psicoanálisis, es en gran medida el piso sobre el que está construida la segunda película del joven director Ben Younger, Secretos de diván (Prime, 2005). Pues si bien el film se anuncia como una comedia romántica, lo cierto es que está más cerca de la comicidad que del romanticismo, aun pese a que todo el tiempo se esfuerce en aparentarlo con escenas de amor bastantes previsibles y enmarcadas en una puesta en escena un tanto carente de fuerza.
Rafi (Uma Thurman) es una mujer de treinta y siete años que acaba de divorciarse de quien fuera su pareja durante diez. Nunca nos enteramos de las razones que pusieron término a su matrimonio, pero sí podemos reconstruir en parte algo de que lo fallaba a partir de todo aquello que Rafi comienza a disfrutar en la pareja nueva que forma con David (Bryan Greenberg) De ahí que deduzcamos su infelicidad, su insatisfacción en la cama, la falta de romanticismo, y quizás sobrevolando todas estas carencias, la idea de la maternidad como una instancia a transitar con mas apremio que convicción, o menos deseo que tiempo, pero con la única certeza del reloj biológico en contra.
Acosada por estas condiciones personales Rafi conoce circunstancialmente a David una noche en el cine en una función de Blow up de Antonioni. Y si para nosotros los espectadores nada pareciera indicar a priori que esa mujer madura y ese joven de veintitrés años que aun vive bajo el ala de sus padres y abuelos, tuvieran motivos para que se generara entre ambos algo más que una tensión sexual, el director se encargará de forzar la idea del enamoramiento allí en donde parecen no haber muchos más ámbitos de encuentro que los pliegues de unas sábanas. Sin embargo, no es esta pareja quien en los hechos se encarga de llevar adelante los inconstantes momentos de encanto que posee la película, sino el dúo terapéutico que conforman Rafi y su analista, la Dra. Lisa Metzger (Meryl Streep). Lisa compone el rol -exacerbado, para poder dar con el tono de comedia- de la mujer mayor de cincuenta, psicóloga con bajo grado de ortodoxia (aunque sólo en teoría), judía con alto grado de ortodoxia (aunque sólo en la práctica) y buena idishe mame en consecuencia. Lisa vive cómoda en su orden estructural de casa-familia-consultorio, espacios en los que impone reglas bien distintas. Liberal y abierta con sus pacientes, sabe poner su escucha al servicio de encausarlos en la permanente consecución de sus deseos. Conservadora y poco complaciente dentro de su ámbito privado, deberá, entonces, recurrir ella misma a que su analista le ponga un coto a su propio desborde cuando estos extremos se crucen en forma azarosa al descubrir (y no aceptar) más con furia que con alegría, que su único hijo varón, David, se ha enamorado perdidamente de Rafi, su paciente divorciada -y no judía-. Digamos que Lisa Metzger es bastante ortodoxa para algunas cosas y muy poco para otras. Aunque su rigidez en aceptar la elección de David encuentra, finalmente, verdadero freno en el afecto que su (ya ex) paciente Rafi le demuestra cuando se sienta por primera vez a cenar en su mesa como la novia oficial de su hijo.
Este conflicto, justamente logrado por el aporte que las actuaciones de dos grandes actrices le imprimen, es lo más interesante que Secretos de diván nos ofrece, pues pone al servicio del mismo cierto aire de humor newyorkino-intelectualizado que busca elevar el relato por encima de la poco convincente historia de amor, aunque la mayoría de las veces, este humor quede en la mera intención y la película naufrague en ideas no muy bien aprovechadas, que de haberlo sido podrían haber conformado con seguridad un resultado final un poco más consistente.
La historia del equívoco no deja, de todas formas, de ser un buen punto de partida para poner en escena cuánto de afecto late muchas veces en las relaciones entre los analistas y sus pacientes, aunque las reglas de la práctica busquen poner los sentimientos a un costado.
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