Peliculas

EL AURA

De: Fabián Bielinsky

EL HOMBRE QUIETO

Fue en el ámbito moral y en mi propia persona donde aprendí a conocer la cabal y primitiva dualidad humana; y vi que las dos naturalezas que contendían en el campo de mi conciencia podrían por separado ser yo, solamente porque yo era radicalmente ambas.
Robert Louis Stevenson
El extraño caso del Dr. Jekyll & Mr. Hyde

El aura es el segundo largometraje de Fabián Bielinsky, quien en el año 2000 había sorprendido a todos con Nueve reinas, película nacional que logró como ninguna otra en la última década prestigio y éxito de público. La última frase de aquel film era: ¡Me acordé! y la decía el personaje interpretado por Gastón Pauls luego de intentar recordar una melodía durante todo el film. La pantalla se ponía negra por corte directo y el primero de los títulos finales decía: Escrita y dirigida por Fabián Bielinsky. Mientras esto se leía en la pantalla se escuchaba la canción en cuestión: Rita Pavone cantaba Ballo del Mattone. Era un instante feliz e imborrable. Una emoción poco común frente a un film argentino se sumaba a un estado también poco habitual: alegría. El milagro había ocurrido. Terminaba Nueve reinas y simplemente nadie esperaba que fuera así. Así de buena, así de bien filmada, así de divertida. Ricardo Darín actuaba con un timing y una seguridad que parecía haber nacido para su papel. El chiste de la canción que no se recordaba y que surge al final es un bello truco para lograr la simpatía del espectador, pero el film era mucho más. Era el trabajo serio y riguroso de un director-guionista que sabía que lo mejor que uno puede hacer a la hora de realizar un film es hacerlo bueno, a conciencia, dando todo lo que se sabe y esforzándose aun más. La historia ya está escrita. Nueve reinas fue récord de taquilla, el boca a boca del público la fue elevando cada vez más y luego de estrenarse en varios países del mundo llegó incluso a tener una remake –Criminals, editada en DVD hace poco aquí- hecha en Hollywood y todo. Tanto Nueve reinas como El aura pueden considerarse dos exponentes del cine policial y no debería sorprender que dos films tan logrados pertenezcan al mismo género en nuestro país.

Historia del crimen

El cine policial tiene una larga tradición en el cine argentino. Su historia es tan basta y prolongada como nuestra propia cinematografía. Es uno de los pocos géneros que tiene ejemplos valiosos y numerosos en todas las décadas. Desde los treinta con notables policiales como La fuga, Monte criollo, Fuera de la ley, hasta los policiales de los ochenta como Ultimos días de la víctima o Noches sin lunas ni soles, el policial ha encontrado la manera de abrirse paso. Directores como Daniel Tinayre, Pierre Chenal, Hugo Fregonese, Carlos Hugo Christensen, Kurt Land, Román Viñoly Barreto y otros menos expertos en el género como Luis Savlasky, Hugo Del Carril y Manuel Romero, marcaron la edad de oro de nuestro cine a fuego, con la más variada gama de historias y personajes. Verdaderos clásicos como Apenas un delincuente, La muerte camina bajo la lluvia, El muerto falta a la cita y Pasaporte a Río escribieron la historia grande de un género que supo atravesar incluso las barreras de la actual generación de cineastas. Una obra maestra como Un oso rojo remite también al género y es el suspenso policial lo que le agrega potencia a un film como Whisky Romeo Zulu. Los géneros cinematográficos surgieron en su momento como una forma de establecer parámetros claros entre los realizadores y los espectadores para facilitar la comercialización de los films, pero rápidamente los cineastas convirtieron esta posible estandarización en un refugio ideal para tratar sus temas más complejos y traficar sus ideas más transgresoras. Así es que los géneros, que muchos creían opuestos al cine de autor, permitieron una libertad y una diversidad que ha logrado que nuestro país hallara en él un espacio de libertad aun en las épocas menos democráticas de nuestra historia. Y así es que una productora como Patagonik puede realizar un proyecto como El aura, donde la comercialización del film no está reñida en lo más mínimo con sus méritos artísticos. Estamos frente a un film de género, una película valiosa en sí misma y en relación con sus cualidades genéricas.

El silencio del bosque

El primer plano del film es un hombre tirado en el piso de un cajero automático. Si uno sabe que el film es un policial lo primero que imagina es que ese hombre está herido, pero no es así. Esteban Espinoza (Ricardo Darín, superándose a sí mismo y yendo más allá de todo lo conocido) se mueve lentamente y se pone de pie. Ha sufrido un ataque de epilepsia y por supuesto no es el primero. La profesión de Espinoza es taxidermista o embalsamador. Lo vemos hacer su trabajo con un zorro. Es importante que este hombre pasivo, reprimido, silencioso se dedique a ese trabajo y esto tendrá vital importancia en todo lo que vendrá después. Es un hombre aislado, vemos a su esposa que detrás de una puerta con vidrio esmerilado –imagen borrosa, lejana, difusa, verdaderamente detrás de un vidrio oscuro– golpea y grita tratando de hablar con él, pero Esteban no habla. Apenas unas pocas palabras en la primera mitad del film. Se apunta en la tradición callada de los duros del cine como Takeshi Kitano o Clint Eastwood. Su pasividad es subrayada por Bielinsky en ese brillante montaje –que desde Buster Keaton alguien no realizaba tan bien– donde el personaje va cambiando de espacios, pero su lugar en la pantalla es siempre el mismo, sentado, quieto y callado. El protagonista se opone al constructor de escenas de Nueve reinas, acá el personaje sentado representa al espectador, a quien sueña con el control, pero no lo ejerce. Por eso Nueve reinas es una película eufórica, llena de trucos, a gran velocidad, como un acto de magia. Y El aura es un film más sereno, pausado, donde el impacto es a un nivel más profundo. El mundo sin vida de las criaturas del taller de Esteban tiene como elemento clave los ojos y es un ojo el cierre del film. El ojo como sinónimo de espectador, elemento reforzado por la memoria fotográfica aparentemente infalible del protagonista, pero la perfección solo existe en el mundo de la fantasía, de la ficción, la realidad será bien distinta y sobre eso trata también el film.

Un trabajo bien hecho

El aura es una película lúgubre. Su estética de film oscuro está llevada con total rigor y coherencia. Su tono y su estética dan cuenta del trabajo serio de un director que no ha dejado nada al azar. Bielinsky hizo todo lo contrario a lo que un director hubiera hecho luego del exitazo de su opera prima. Se tomó su tiempo, pensó bien el siguiente paso y logró no solo volver a sorprender, sino también crear un film radicalmente nuevo con respecto a su predecesor. Aunque estos tiempos que se toma Bielinsky no son los tiempos de un cine industrial, está claro que su cine responde a los más representativos méritos del cine industrial, es decir, que logra hacer un cine artístico sin descuidar nunca el lado comercial. La factura técnica del film es de primera calidad, posee un nivel de exigencia internacional y sin duda figura entre lo más profesional de nuestra cinematografía. Pero lo importante va más allá de eso –aunque sin duda es un caso excepcional en el cine comercial argentino- y tiene que ver con la complejidad de la estructura. Como los grandes realizadores del cine industrial clásico, Bielinsky consigue cumplir con todo: con lo técnico, dramático, comercial y con el entretenimiento más puro. El espectador recibe un espectáculo cinematográfico de primer nivel, un policial atrapante, con grandes escenas y visualmente impactante, pero no es solo con eso que se hace cine, y El aura es un film clásico también en su profundidad. Nada está librado al azar, su universo es rico en lecturas y su complejidad supera por mucho la primera capa de visión. En ese sentido el aura es un film clásico, que cumple con el género policial, realiza una profunda reflexión sobre el ser humano y, como los grandes films de todos los tiempos, analiza y desmenuza también el lenguaje mismo del cine. La rigurosidad del lenguaje no responde a una mera habilidad técnica –algo que de todas maneras tampoco es tan común- sino a esta estructura compleja en la que nada puede ser azaroso. El azar tiene una fuerte presencia en el film, al menos en apariencia, pero no en su construcción, como son varios los niveles que el director trabaja, no existe un margen para la improvisación o la resolución perezosa. Este rigor será también el que le devela a Bielinsky uno de los más grandes trucos del cine clásico y del que Alfred Hitchcock era su maestro. La fuerza narrativa del film es más importante que el verosímil. Así es que la lógica de los eventos es una lógica narrativa y temática, poco interesada en el naturalismo o las formas menos complejas de realidad.

Su mundo privado

Esteban Espinoza sufre ataques de epilepsia. Como bien lo describe el film, cuando el ataque en inminente, cuando no se puede evitar, surge un universo de placer, de no tener que elegir, de estar liberado de cualquier decisión a tomar. El aura a la que se refiere el film viene de ese momento que él considera de absoluta libertad. El resto del tiempo el personaje parece ser arrastrado por los acontecimientos, no decide nada, las cosas le ocurren, le pasan por encima y él –como un verdadero espectador– sólo observa. El espectador nunca decide. Otro Espinoza, Baruch, el filósofo, decía que “las personas creen ser libres porque son concientes de sus acciones e inconscientes de las causas que determinan esas acciones”. El personaje del film es pasivo, pero encierra un costado que ha reprimido y reprime en extremo. Esconde su lado oscuro, su parte animal. Es el único personaje que no ejerce violencia –es notable la manera con la que el film logra mostrar a por lo menos cuatro personajes de hombres golpeadores– y tolera sin casi decir palabra la violencia de los demás. No responde, observa, pero poco a poco asoma esta violencia “inevitable” que también lo supera. Si realmente no tiene libertad para elegir, entonces –siguiendo con las ideas de Espinoza– tampoco pueden ser juzgados sus actos como actos criminales y la película entonces toma una decisión arriesgada pero sabia: no nos permite a los espectadores una identificación con el personaje justamente por transmitirnos esta imposibilidad de elegir que él tiene. El héroe cinematográfico, por definición, tarde o temprano toma el control total de las acciones. Aquí no, él solo ocupa los casilleros libres que el mundo le va dejando. Hasta la arquetípica liberación de la dama en desgracia acá sólo significa dejarla huir sin que se manifieste jamás un interés extra, que encajaría mejor en modelos de representación tradicionales en nuestra sociedad. La aparición potente del paisaje, la presencia animal y la forma en que se desarrollan los eventos hablan de un mundo conectado en el que –recurriendo siempre a Espinoza– la naturaleza es Dios y por lo tanto es dentro del dominio de la naturaleza que los personajes realizan todas sus acciones, siempre limitadas. Acciones que forman parte de un plan mayor, un engranaje que además justifica las forzadas vueltas que el guión tiene. Esteban no tiene una mirada sobre el futuro, sólo avanza y las cosas siempre resultan de otra manera. Esto responde tanto a una mirada determinista del mundo, como a la reflexión acerca del espectador cinematográfico que ya mencionamos. Todos planean en el film y nadie puede llevar a cabo su plan. De hecho la martingala que utilizaba Dietrich para ganar en el casino solo lo llevó al desastre. Y Diana tiene nombre de cazadora, pero es una víctima que siempre vuelve a caer en la violencia. Su huída es inútil, y la pasividad de Esteban no desaparece, luego de entrar al bosque negro y verse frente a frente con su lado salvaje, el protagonista parece volver asordinadamente y de forma poco convencional a su mundo de animales embalsamados.

El hombre y la bestia

Todo el tono del film produce una perturbadora inestabilidad en el espectador. Los personajes, las situaciones, el comportamiento del protagonista y la ya analizada manera en la que él se va comportando a medida que avanza la trama. Las últimas escenas son de una amargura que cala los huesos. El final de El aura profundiza la inquietud y se sumerge del todo en la amargura. No parece haber quedado nada de lo vivido ni tampoco parece haberse producido consecuencia alguna. El personaje ha vuelto a su trabajo y a la rutina habitual con la que había comenzado el film. ¿Nada ha cambiado? La cámara se desplaza desde Espinoza hasta el perro que descubrimos está a su lado. Ese perro que muestra el lado salvaje del personaje. Ese animal capaz de ser calladamente fiel o un sangriento asesino nocturno. La dualidad se extiende a su mirada. Un ojo más claro, uno más oscuro. Como el protagonista de la historia, las dos partes de un todo. El lado oscuro que se ha vuelto a esconder, pero que ha quedado allí, amenazante, listo para asomarse una vez más, y aunque no volviera a manifestarse ya lo hemos visto y Espinoza también. La amargura del film se graba en la memoria del espectador, pero por encima de eso se repite aquella alegría del final de Nueve reinas y va a más allá.
Con sólo dos películas, Fabián Bielinsky ha quedado definitivamente instalado en la historia del cine argentino. Ésta, su segunda película, es la confirmación de su talento. El aura ya está llamada a ser un clásico dentro de la historia de nuestro cine.