EL LEGADO
“…Si supiéramos lo que recogeremos por adelantado, ¿quién sembraría su campo?”, es la cita final que sus biógrafos, Olivier Philipponnat y Patrick Lienhardt, hacen sobre Irène Némirovsky en la nota a su recién editada obra póstuma El ardor de la sangre.
En esa frase apuntada por la escritora se resume buena parte del espíritu que la condujo a poner en palabras su particular visión del mundo circundante, aun cuando éste se empeñó en mostrarle su arista más siniestra.
Así fue cómo esta escritora, nacida en Kiev en 1903 y fallecida en Auschwitz en 1942, a quien el exilio familiar durante la Revolución bolchevique la condujo a adoptar el territorio y la lengua francesa, logró burlar las trampas de un destino que no le depararía facilidades a la hora de recoger los frutos de su cosecha.
Sin embargo, esa capacidad visionaria que siempre la animó y que se deja entrever en cada una de las páginas de Suite Francesa, esa obra magnánima y lúcida sobre los tiempos de la ocupación alemana en Paris, fue lo que le permitió dejar a buen resguardo todo el material que produjo durante los últimos años de su vida, previendo casi como una sentencia leída antes de ser dictaminada la fecha final de sus días. Gracias a ese espíritu previsor (el mismo que la llevó a anotar cuánto dinero dejaba y cómo distribuirlo para solventar los gastos de manutención de sus dos niñas, horas antes de ser deportada a un campo de concentración), al trabajo de sus biógrafos y al gran respeto de sus hijas por el oficio de su madre, es que recién en los albores del siglo XXI han salido a la luz dos de sus mejores obras, Suite Francesa y El ardor de la sangre.
El recorrido que hace un libro escapa muchas veces al destino que su autor haya querido o podido imaginarle, y más aun cuando su publicación se produce en forma póstuma. A su vez, la manera en que el mismo es recibido por los lectores está estrechamente ligada a aquél. Así entonces, resulta imposible hacer de estas obras, descubiertas recién ahora, una lectura despojada de la contextualización histórica y personal de su autora. De ahí que el hecho de haber sido redactadas durante el período en que Irène Némirovsky debió recluirse en Issy – L’ Évêque como consecuencia del ingreso de las tropas nazis a Paris, tiña no sólo la forma en que fueron concebidas sino también nuestra manera de interpretarlas y de resignificarlas. Algo de lo dicho puede hallarse al confrontar las dos novelas que el azar provocó que sus publicaciones en español confluyeran en el mismo momento. Una de ellas es la ya nombrada El ardor de la sangre; la otra, la que sirvió como puntapié inicial de su carrera como escritora, David Golder, escrita entre 1925 y 1929 y enviada a un editor en forma anónima, quien luego de leerla debió publicar un aviso en el diario a fin de dar con su autora.
David Golder narra la epopeya de Golder, un magnate de origen ruso, banquero de profesión, en el ocaso de su vida, acosado por las desdichas de un fracaso financiero, una esposa frívola e infiel, y una hija tan interesada en su padre y su fortuna como llena de ingratitud hacia él y su madre. Esta especie de Papá Goriot, padre arquetípico de las novelas de Balzac, es un hombre tan cercano a la fortuna como a los infortunios, y su debacle se origina en un afán desmedido por el dinero, transmitido a su mujer y a su hija, quienes a la larga se convierten en sus verdugos al abandonarlo en esa suerte de retiro del mundo en el que él mismo se sume. David Golder es una novela que responde en cierta medida a una necesidad de venganza paterno – filial, un ajuste de cuentas con el pasado, un combate con la figura del propio padre de la escritora. Algo similar al trasfondo de lo que sucede en El baile, novela publicada en 1930 en la que Némirovsky carga las tintas esta vez contra su desaprensiva madre. Esta confluencia de líneas tan inequívocas que la autora establece entre los objetos de sus narraciones y el combate que libra con sus fantasmas no le quita mérito alguno ni fisura el resultado de sus obras, ya que tanto El baile como David Golder están dotadas de un gran valor desde lo estrictamente literario. Aunque puestas a dialogar con su póstuma El ardor de la sangre es imposible desconocer cuánto gana la madurez de su autora en orden a despojar a su escritura de un sentido refractario. Si bien en El ardor de la sangre, Irène Némirovsky vuelve a hacer foco en las cavilaciones de un hombre en el ocaso de su vida, lo hace esta vez desde la voz del mismo personaje, una decisión que le imprime a la obra dos consecuencias paradojales: por un lado, la vuelve más intimista; por el otro, le aporta una importante cuota de distanciamiento que la reviste de gran reflexividad.
El ardor de la sangre, casi en el ángulo opuesto de David Golder, vuelve sobre los pasos de las complejas relaciones entre padres e hijos a las que Némirovsky aun intenta desenmascarar, pero sin teñirlas ya de ningún viso de venganza, sino por el contrario, de un auténtico propósito por templar los ánimos de unos seres que, en definitiva, sólo buscan aprender a convivir con sí mismos a partir de la aceptación (e incluso el intencional olvido) de los errores cometidos durante esos tiempos en los que la sangre les ardía de irreverente juventud. Una novela que se convierte en un verdadero legado gracias al magnetismo y la intensidad de su prosa, y a los ánimos sosegados de su autora, quien aún cuando alcanzaba a percibir el aire turbio de su propio final, supo cómo impartir a través de la escritura algo de compasión y piedad ante esa arista cruel que la vida le mostraba en forma impiadosa.
Fichas técnicas
DAVID GOLDER
Irène Némirovsky
Editorial Salamandra
España, 2006
EL ARDOR DE LA SANGRE
Irène Némirovsky
Editorial Salamandra
España, 2007