CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
La muerte del presidente es un falso documental, es decir, una película que busca imitar al cine documental y que construye a través de su lenguaje un film de ficción. En definitiva, como todo falso documental, La muerte de un presidente es un film de ficción. De hecho, no es más que uno de esos thrillers políticos que estuvieron de moda en la década del ´70, tales como Tres días del cóndor, Asesinos S.A., Todos los hombres del presidente, entre otros. No todos los falsos documentales utilizan personajes reales para contar sus historias (tómese por ejemplo el caso de Zelig, de Woody Allen), pero cuando lo hacen tienden, obviamente, a reducir la incredulidad del espectador y a generar nuevos y complejos significados. La muerte del presidente tiene como protagonista a George W. Bush, presidente de los Estados Unidos. Y como no podía ser de otra manera, casi todos los planos de su persona son tomados de imágenes documentales del verdadero Bush. Esto le permite al realizador jugar en muchos momentos con imágenes verdaderas y falsas, algunas claramente construidas para el film y otras que provienen de distintas fuentes. Aun así, el espectador más entrenado probablemente note la construcción dramática del film, que prefiere correrse sutilmente de las limitaciones del documental para aumentar la efectividad de la narración.
Efectiva manipulación
No hay duda de que La muerte del presidente es consciente del tono provocador de su propuesta. En este film, uno de los personajes más controversiales y odiados del mundo es asesinado y el espectador sabe, desde que saca su entrada, que es justamente ese el motivo por el cual entra al cine. Así que una vez que se sienta a ver la película, el director ya ha logrado su cometido, pues más allá de que al espectador le guste o no el film, lo cierto es que se ha enfrentando a una verdad incómoda. Una verdad que consiste en darnos cuenta de que el cine a veces nos permite experimentar con nuestros deseos homicidas sin consecuencia alguna. Una vez ganada esa batalla, el director propone una segunda, esta vez con la intención de desubicar a todos quienes “odian” a Bush y pagaron para “verlo morir” en un film. Entonces, observamos, luego de un prólogo en donde se intenta distraer nuestra atención sobre el desenlace de la película, a los colaboradores de Bush que hablan acerca de él, lo alaban, lo describen como una persona valiente, carismática e inteligente. Todos juicios que distan de lo que el espectador desea encontrar, ya que aquellos que poseen un alto concepto de su figura difícilmente se puedan interesar en una película como ésta. En ese movimiento, que ocurre en la primera parte del film, el director consigue manipular las emociones en tantas direcciones distintas que resulta a las claras su dominio del lenguaje cinematográfico. Quienes deseaban asistir a la muerte simulada de Bush, superada esa culpa primera de instinto asesino, posiblemente se enojen por tener que escuchar que alguien les hable bien de su persona, lo que les llevará a recordar el origen del interés por el film. Manipular al espectador es un arte y este divertido thriller nos genera una inquietud extra por su conexión con la realidad, lo que potencia nuestra vulnerabilidad como espectadores y, por supuesto, nos entretiene más. Hay que decir a esta altura que, como siempre, uno no puede evitar pensar en Alfred Hitchcock a la hora de reflexionar sobre la manipulación, casualidad que se conecta conque ambos, el maestro y La muerte de un presidente, son de origen inglés.
Detrás de la mentira
Pero si la película fuera tan sólo lo mencionado, se reduciría a una idea ingeniosa y a un interesante trabajo de manipulación de las emociones. La solemne estética de documental televisivo que el film imita no le permite alcanzar un gran vuelo visual, aunque tampoco alcanzaría con lo visual -también prolijo e ingenioso- para justificar el hecho de verla. Lo más interesante, entonces, es su -para nada oculta- reflexión acerca de cómo los grandes hechos históricos, incluidos los asesinatos de presidentes y los ataques terroristas, suelen ser la excusa ideal para justificar persecuciones, guerras y decisiones políticas que de otra manera no podrían haberse realizado. En una sutil y brillante estructura, la película consigue teorizar acerca de las conspiraciones que se encierran detrás de estos hechos (jugando incluso con referencias claras al asesinato de John Fitzgerald Kennedy) y aventurar una ironía final. Aquello que le sirvió a Bush para dirigir sus cañones en las direcciones que la política de Estado buscaba, tal vez pueda tenerlo a él como excusa para la próxima invasión o las futuras guerras. Vistas así las cosas, todos los testimonios que el film posee se vuelven ambiguos y se resignifican para finalmente terminar, como cualquier buen thriller político que se precie de tal, con un dejo de perturbadora indefensión y angustia. Cuando La muerte del presidente llega al final no nos detenemos a pensar en el motivo inicial por el que el film nos interesó, y nos damos cuenta que su intención, por suerte, va mucho más allá de una idea de mercado.