¿EN LA BOCA DE LA LOCURA?
1) Val Lewton, Roger Corman, John Carpenter: tríada de nombres propios que marcan los tres momentos fundamentales del cine de clase B. El primero fue el responsable, en su fundamental rol de productor, de esa excepcional serie de nueve películas que entre 1942 y 1946 de La mujer pantera a Bedlam– se filmaron en la RKO, en pleno reinado de los Estudios, cuando estos, entre sus estrategias para ampliar el campo estético y temático, y para llegar a la mayor cantidad de gente posible, impusieron otro sistema de producción que sólo en apariencia era menos importante y menos sofisticado que el de la clase A. Por su parte, Corman llegó hacia el final de la era dorada de los Estudios, para constituirse ya como productor y director- como el continuador y el último discípulo en intentar prolongar lo hecho por hombres como Lewton, aportando ya un aire decadente (debido al período histórico en el que le tocó actuar) y exponiendo algo fundamental: la paternidad espiritual de Edgar Allan Poe.
Finalmente, como un solitario autor destinado a ser cíclicamente ignorado o festejado por razones equivocadas, aparece Carpenter, director en cuya obra el espíritu de la clase B se hace un lugar ya como estilo incorporado, de manera fantasmal y autoconciente, porque sin sistema de Estudios es imposible que exista real y concretamente un cine clase B (es hora de dejar esto en claro). Así, cuando hoy día decimos clase B, no podemos referirnos a otra cosa que no sea al aura que rodea los films de John Carpenter. Aura que podemos contemplar claramente en Atrapada (The Ward).
2) Un tema recurrente, constante y esencial de los films fantásticos de horror es el de la locura. Más allá de inexactitudes o errores en la descripción de los síntomas de los personajes que la padecen (algo que poco importa dentro del aquí y ahora de cada película), lo fundamental es la posibilidad que el tema permite para tratar la cuestión del doble. El desorden de personalidades múltiples, así como también las alucinaciones, permiten acercarse a ese otro lado donde lo monstruoso se hace presente. Ese otro lado es, justamente, el de la locura, un término siempre utilizado de manera polémica en el cine de horror, ya que esa denominación médica no puede terminar de explicar todo lo que sucede aunque en algún momento del relato así pareciera (el ejemplo máximo al respecto es Psicosis, que desde el título mismo hasta el discurso final del psiquiatra juega con esta cuestión). Y así aparece entonces la cuestión del mal y cómo representarlo, cómo volverlo un hecho estético. Es esto el centro de todos los relatos de horror, que han encontrado, como ya habíamos anticipado, una coartada perfecta en los temas relacionados con la locura.
En este terreno entonces se mueve el viejo Carpenter en Atrapada. Luego del prólogo (una secuencia que deberá unirse al epílogo para entender la ambigüedad que se plantea entre una posible resolución médica o fantástica) vemos a una joven escapando hasta que llega a un casa que termina incendiando. Luego es apresada por dos policías y finalmente internada en un manicomio. En este lugar es encerrada en un pabellón especial (al que denominan the ward) junto a otras cuatro mujeres, también jóvenes. Allí descubre la presencia de un fantasma que persigue a las internadas. El mérito del director es cómo logra, a partir de la puesta en escena y del ritmo que le imprime al relato, que cada escena presente un clima extraño, enrarecido, siempre alucinatorio. Muchas veces de terror concreto e impactante (los momentos en los que hay alguna muerte) pero también en otras ocasiones mucho más sutiles, como ese momento en el que mientras que desde afuera se escucha una tormenta profética- las chicas parecen divertirse bailando hasta que irrumpe el terror. Un momento que es todo un ejemplo de puesta en escena, de manejo del ritmo y de la sugestión. Y así es todo el film. Carpenter da una clase cinematográfica con materiales mínimos. Explotando al máximo los pocos escenarios, lo básico del guión y los recursos actorales mínimos (o sea, todo un genio de la clase B). Y marca diferencias con su alrededor, por ejemplo con los excesos autorales y vacíos de Scorsese en La Isla siniestra, o con ese objeto estéticamente no identificable llamado Sucker Punch, de Zack Zynder.
Pero ese explotar al máximo los recursos tiene sentido no sólo por sus logros formales, sino, sobre todo, porque apuntan al todo del tema. Que la totalidad del relato tenga un clima pesadillesco y misterioso responde a la intención de disfrazar el punto de vista del relato, para que no podemos discernir qué es una alucinación del personaje de lo que es real, o bien si todo es una construcción. Y si es esto último, entonces aparece otra vez la dualidad: ¿se trata simplemente de un producto de la locura o la construcción es de otro orden? ¿Alcanza con la explicación médica?, ¿o es necesario también una fantástica, es decir metafísica?
En la posibilidad de responder o no- esas cuestiones a través de la dilucidación de la puesta en escena, radica la comprensión y el éxito de esta pequeña película.