Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es desde el título una película pretenciosa, larga y barroca. Pero como seguramente será mencionada simplemente como Bardo, dejaremos en paz el análisis de su nombre inútilmente redundante y pasemos a lo siguiente. Si Alejandro González Iñárritu (aquí director, guionista, productor, montajista e incluso músico) disfruta esta manera de presentar su película no hay que pedirle que se salga de allí.
Bardo es muy despareja y bastante fallida. Esto no es un comentario positivo, claro, pero es preferible que falle o no sea constante un realizador que cuando es efectivo hace películas espantosas, crueles, solemnes y aburridas. Acá hay un poco de todo eso, pero no todo el tiempo. Esta especie de falso autorretrato tiene muchas cosas, demasiadas, y entre tanto revoleo de ideas algunas parecen sacadas de otra película, una mejor, aunque menos parecida al mundo de su director.
El protagonista es Silverio (Daniel Giménez Cacho, un verdadero titán luchando contra viento y marea), un prestigioso periodista y documentalista mexicano que vive en Los Ángeles, quien, luego de ser nombrado ganador de un importante premio internacional, regresa a México, en lo que se convierte en un repaso de toda su vida y lo obliga a reflexionar sobre su existencia. En ese viaje emocional e intelectual también entra la historia de México, los medios, el arte, la familia, los amigos, el trabajo y la propia idea de la muerte. La forma desordenada y surrealista con la cual se describe todo esto hace que la narración no del todo lineal esté llena de metáforas, escenas oníricas y demás recursos en contra del realismo. Curiosamente, los pequeños momentos realistas que la película tiene brillan en contraposición y se podría decir que son lo mejor de Bardo. Sin embargo estos son breves y deben ser buscados entre un momento estéticamente imposible y el siguiente.
La única forma de ver Bardo y llegar al final es verla en cine. Aunque prácticamente no hay momentos de belleza, todo el tiempo hay ideas visuales, algunas horribles, otras más interesantes. Pero para bien o para mal, el cine permite meterse en la historia. La belleza que podría aparecer no lo hace porque la pasión adictiva de Iñárritu por el gran angular destruye la casi totalidad de los planos. No es un error, es su estética. Y aquí hay que destacar algo. A uno le puede gustar o no su cine, pero el director no se ha equivocado. Su carrera ha sido sólida y ha conseguido toda clase de reconocimientos. Aunque no creo que merezca tal prestigio, lo que importa es que lo tiene, al menos en algunos círculos. Siempre ha pisado fuerte, desde Amores perros hasta El renacido. Acá, por primera vez, se lo nota inseguro, algo temeroso, incluso preocupado por el que dirán… en contra.
Antes de que la película llegue a la mitad, hay una escena donde el protagonista discute con un viejo amigo, hoy conductor estrella de la televisión. Es un diálogo muy importante, porque el amigo dice, casi de forma exacta, todo lo malo que tiene la película hasta ese momento. Dedicarle una escena a criticar la película que estamos viendo es una muy curiosa muestra de inseguridad por parte de un director que ha ganado, entre muchas otras cosas, dos premios Oscar a mejor director. Luego el protagonista le responde, claro, pero la incertidumbre ha sido sembrada. Es como esos films de alto presupuesto donde hay una escena para cada gusto y alguna que cuestiona a la propia película. Un blockbuster tribunero hecho y derecho.
Pero claro, también hay escenas verdaderamente bochornosas. No importa que un personaje lo aclare, ya lo sabíamos, estuvimos allí sentados. Todo lo del bebé es un mamarracho, porque se supone que es algo dramático y siempre, pero siempre, es una carcajada tras otra por el papelón. De eso, hay mucho, por eso la película nunca se vuelve simpáticamente fallida o agradablemente despareja. Tampoco indigna todo el tiempo, a veces las cosas no tienen sentido. La abyección, sin embargo, tiene su aparición estelar en dos o tres momentos que destruyen cualquier posibilidad de empatizar con Bardo.
Muchos realizadores han hecho películas así. No solo Federico Fellini e Ingmar Bergman, también Bob Fosse, muchas veces Woody Allen y otros directores de los más variados estilos. Hay claras referencias a algunos de ellos, pero es tan obvio que no hay que ahondar demasiado. Ser un director ambicioso es una apuesta en la cual caer en el exceso y resultar pretencioso y ridículo es una posibilidad. Si le agregamos tonterías como una crítica obvia a la televisión basura y las redes, sin ninguna complejidad, entonces el combo resulta poco interesante. Hay momentos en los cuales Bardo podría haber terminado sin problemas. También es cierto que en manos de un montajista que no fuera el engolosinado autor podría haber durado una hora menos. La película entra y sale, se cuestiona, tiene dudas, se cae, se equivoca, se pierde y vuelve a buscar una salida. Tiene contradicciones que los propios personajes dicen en los diálogos. Hay dos escenas que merecían mejor acompañamiento. Una es la del protagonista junto a su hija charlando en una pileta frente al mar. La otra, bastante cercana, con su hijo hablando en el avión. Dos momentos de los pocos que respiran una verdad cinematográfica y humana dentro de este largometraje tan disperso.