VICIO CINÉFILO
El crítico y teórico de cine Ángel Faretta suele definir a la cinefilia como una enfermedad infantil, necesaria, que hay que contagiarse lo más temprano posible para luego no padecerla “de grande”. La cinefilia entonces sería útil para el conocimiento, un primer puerto al cual arribar, pero del que es necesario partir porque si nos quedáramos allí estaríamos anulando la posibilidad de un verdadero entendimiento del cine. Muchos podrán oponerse a esta idea, incluso plantear que habría que diferenciar entre distintos tipos de cinefilia; sin embargo, ante alguien como Quentin Tarantino, la definición farettiana se vuelve indiscutible.
Desde su primera película, Perros de la calle, hasta esta Bastardos sin gloria, todas las películas de Tarantino están construidas sobre retazos y sobras de cientos de otras películas, ya sea a través de plagios, supuestos homenajes y/o citas. Pero esas referencias, que son el único sostén del universo creativo del director, no incluyen nunca una relectura de obras anteriores, y mucho menos sirven para profundizar o hacer más complejo el significado del relato. Tales propósitos son imposibles, sencillamente porque Tarantino consumió mucho cine (vio demasiadas películas, evidentemente) pero no lo entendió, y sus referencias a otros films no son más que síntomas de un fetichismo autoindulgente. Por eso lo suyo es el vicio y no la virtud.
La secuencia inicial de Bastardos sin gloria es, en este sentido, ejemplar. La iconografía de esos primeros minutos remite de forma inconfundible al universo del western. El paisaje, el plano general, el hombre que corta troncos con su hacha, la vestimenta de sus hijas, la vivienda precaria, todo remite al viejo oeste. Luego de la irrupción de unos nazis, de una larga charla y del primer estallido de violencia de la película, una joven huye y se lanza a correr por el campo. Tarantino filma el principio de esta fuga enmarcando la corrida de la sobreviviente con la abertura de una puerta. Esta imagen remite al comienzo y al final de Más corazón que odio, obra maestra de John Ford, del western, del cine y del arte todo. En aquel film, el enmarcado por la abertura de una puerta era Ethan Edwards (John Wayne), quintaesencia del héroe fordiano, un ser errático, complejo, arquetípico y trágico, siempre tironeado entre su deber heroico, sus odios y sus deseos y amores terrenales (ser parte de la familia, amar a su cuñada); a través de él, Ford podía configurar todo su universo a la vez histórico y trascendente (habría que escribir un libro entero para abarcar como corresponde la visión metafísica fordiana), y esa llegada y partida de Ethan, vistas a través del marco de la puerta de la casa familiar, nos daba la pauta de una aparición mítica (lo trascendente volviéndose histórico) y de una partida trágica, en la que el héroe se va perdiendo en ese cosmos vuelto desierto en la fábula del film (lo histórico regresando a su eterno estado arquetípico, es decir mítico). De este lado del marco queda la familia, el hogar, y nosotros: todo lo terreno, mientras el héroe se pierde en el infinito. Ese marco es un umbral y es vuelto símbolo por la cámara de Ford. Ahora bien, ¿qué entendió de todo esto Tarantino, o por lo menos qué deja ver su cita? Respuesta: un simple encuadre y el marco de una puerta. Vio, claro, pero no entendió. Es por ello que en general sus referencias apuntan más al llamado spaghetti western, porque ese es un mundo meramente formal, carente de símbolos y significados. Ese universo paródico le va mucho mejor. Podríamos decir que ahí entiende, simplemente, porque no hay mucho que entender. En cambio, cuando se mete con cineastas como Ford o Hitchcock (otra referencia que aparece mucho en Bastardos sin gloria) la banalidad de su visón del mundo queda al desnudo.
Acá deberíamos aclarar que es muy injusto hablar de las obras de los Maestros para analizar un film de Tarantino (injusto para los Maestros, claro), pero como es el propio Quentin quien se mete con ellos, se vuelve inevitable hablar de ellas y establecer diferencias.
En definitiva, Tarantino no es más que un niño (muy pesado, eso sí), al que se le han festejado demasiado sus juegos. Así, inflado de soberbia (algo certificado por la frase que cierra el film), imaginó para Bastardos sin gloria una Segunda Guerra mundial propia, con hechos históricos que son producto exclusivo de su imaginación y que incluyen un final también inventado (en principio no habría nada de malo en ello) para simplemente poder dar rienda suelta a todos sus fetichismos y caprichos. Por eso los diálogos ingeniosos (una de sus supuestas virtudes) son aún más largos que en sus anteriores películas, la caricaturización de sus personajes es todavía más exagerada, la fragmentación del relato es incluso más burda y el festejo de sus propias “capacidades” se vuelve grosero (otra vez, la frase final). Debajo de todo ese andamiaje autoindulgente no hay nada, porque ningún elemento formal es portador de algún significado capaz de elevarse por sobre su literalidad. Un verdadero y tedioso laberinto sin centro.