Un hombre joven desamparado, criado por cabezas rapadas y conocido entre los supremacistas blancos, da la espalda al odio y a la violencia con la esperanza de transformar su vida. En las primeras escenas lo vemos borrar sus tatuajes, aunque no sabemos cómo llegó a ese punto. La historia nos muestra como en un pequeño pueblo los jóvenes son cooptados y convencidos con un discurso de odio amparado en el resentimiento.
La película elige un tono sobrio pero preciso y describe sin exageraciones un universo claustrofóbico de supremacistas blancos. Queda claro que de superioridad no tienen nada y que funcionan como una pequeña secta nazi dentro de su comunidad. Un activista negro se dedica a combatirlos pero a través de convencer, uno a uno, del gravísimo daño que se hacen a sí mismos y a la sociedad. Les saca la venda de los ojos y les permite ver la realidad.
Basada en hechos reales, Cabeza rapada (Skin, 2019) es un llamado de alerta acerca de la vulnerabilidad de los jóvenes y el crecimiento siempre peligroso de los grupos cerrados como el que describe el film. La historia nunca cae en el mal gusto o el golpe bajo, funciona sin tampoco ser una obra maestra o un título de enorme complejidad, pero su discurso es claro y contundente, sin elementos que hagan dudar de la honestidad del realizador y su forma de tratar el tema. En el delicado terreno del film con contenido político, Cabeza rapada triunfa porque convence sin trucos ni subestimaciones hacia el espectador.