Peter Weir es un director sabio. Un realizador que a lo largo de su filmografía ha logrado evolucionar y perfeccionarse hasta conformar una extensa carrera sin una sola película carente de interés. Así como la mayoría de los críticos reconocen hoy que la obra de Alfred Hitchcock en Hollywood es aún más interesante que sus films ingleses, está cada día más claro que el paso de Peter Weir de Australia a Estados Unidos mejoró y potenció sus temas y obsesiones. Luego de aquellos notables films fantásticos que lo hicieron famoso en su país natal, el realizador consiguió que su universo se enriqueciera y se hiciera mucho más complejo y apasionante. También se acercó con éxito al espectáculo y al entretenimiento, y sin perder nada de profundidad se volvió masivo. Nada del viejo Weir se ha perdido y muchas cosas han surgido desde que en 1985 realizó Testigo en peligro, su primer film totalmente norteamericano y, a mi entender, el mejor de su impecable carrera.
En Capitán de mar y guerra: La costa más lejana del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) se enfrenta con un material conocido, con un autor literario popular por sus personajes, y demuestra que hay ciertos temas que atraviesan su filmografía, más allá del punto de partida que tengan. Pero antes de seguir con el director, vayamos al escritor de la obra en que se basa Capitán de mar y guerra. Se podría decir que Patrick O’Brian (1914- 2000) es a la literatura de aventuras en el mar lo que Johnston McCulley es a las aventuras de capa y espada. McCulley publicó en 1919 La maldición de Capistrano, un libro cuyo personaje principal reunía todas las características del héroe del género. Ese héroe se llamaba Zorro, y sus aventuras son una versión autoconsciente de los héroes de Alexandre Dumas y otros escritores decimonónicos. Jack Aubrey y Stephen Maturin navegan por todos y cada uno de los tópicos de la aventura en el mar. Fue en 1970 cuando O’Brian comenzó la serie y se adivina, tanto en los libros como en el film de Peter Weir, un cabal conocimiento del género y un perfecto trabajo de relectura. Patrick O’Brian sabe dar sutiles pero efectivos toques de actualización para que los relatos clásicos no resulten nunca antiguos. Es fácil reconocer, entre los más famosos referentes, a Herman Melville, Joseph Conrad, Jules Verne y Arthur Conan Doyle. Este último, como médico de a bordo, tuvo siempre una visión más profunda del significado de ser un hombre de ciencia en el mundo de los marinos. Además, algo de la relación que mantuvieron a lo largo de veinte novelas Jack Aubrey y Stephen Maturin recuerda al exitoso dúo de Sherlock Holmes y el doctor Watson (alter ego del autor). No es irrelevante ni anecdótico que las novelas de Patrick O’Brian sean contemporáneas. Hay muchas escenas que parecen responder o jugar con los elementos del género, incluso en relación con el cine. Los libros y la película transgreden un poco los límites de la aventura en el mar y coquetean con el espíritu de los relatos de piratas, un género distinto que, aunque también transcurre en el mar, ofrece una mirada más jocosa, menos profunda y dramática de la aventura. Es notable cómo prácticamente no queda tópico sin tocar o iconografía sin citar, lo que hace de Capitán de mar y guerra un excelente exponente del cine de aventuras en el mar y un entretenimiento placentero que capta el espíritu que a lo largo de los años apasionó a lectores y espectadores de todo el mundo.
Capitán de mar y guerra tiene, como pocos films de alto presupuesto, la valentía de no buscar una estructura narrativa clásica aun dentro del clasicismo visual de la película. Esas formas, tan eficaces para hacer tantas buenas películas, se han vuelto un dogma para muchas personas y a menudo han terminado por empobrecer grandes historias. Peter Weir decide tomar el relato general de la décima novela de O’Brian –La costa más lejana del mundo, publicada en 1984-, que es justamente aquella que le permite obviar las estructuras clásicas. El film comienza sin explicaciones, sin prólogos, sin vueltas. Arranca en medio del océano, cuando la tripulación cree ver un barco en la niebla (luego vendrán la persecución, las aventuras y un desenlace tan abierto como el comienzo). En medio del mar, en medio del relato, en el centro mismo de las cosas. Nunca los bordes ni la información inútil. Relato puro, poderoso y rico. Lo que no aporta nada al espectador no aparece en la película. Es curioso y hasta alarmante, entonces, que haya espectadores o críticos que reclamen más información y más dramatismo en el peor y más vulgar sentido del término. No existe una sola forma de hacer cine, pero lo que es indiscutible es que estamos frente a un relato que se apoya exclusivamente en el medio cinematográfico para conseguir su cometido. Tan pura es la forma en esta película, que no hay elemento cinematográfico sin utilizar a favor de la historia. Un ejemplo cabal de esto son los cientos de efectos especiales, que se suceden escena tras escena, y cuya finalidad es hacernos sentir que realmente estamos viviendo aventuras marítimas en el siglo XIX. Ninguna otra película lo ha logrado tan bien y no hay manera de que el espectador descubra los maravillosos efectos. Toda una metáfora de un cine sobrio y elegante. No hay fanfarronadas visuales, no hay “grandes temas” expuestos como si los espectadores fueran estúpidos o no supieran nada de cine. Y más allá de la solidez formal de la película, hay que destacar la pluralidad de temas y la sofisticación con que son tratados en el marco de este sobrio pero potente clasicismo.
Comenzamos diciendo que Peter Weir era un director sabio. Su sabiduría no consiste en la habilidad de cumplir con su propio universo y con el gran espectáculo de un cine obligado a recuperar altos costos de producción. Aunque sin duda demuestra talento y capacidad para estar en la industria sin resignar su personalidad ni defraudar las expectativas del público. La sabiduría de Peter Weir tiene que ver con que no intenta dar cátedra desde su cine. No pretende volverse un predicador ni asume la actitud mesiánica de creerse dueño de la verdad para aleccionar a los espectadores o tranquilizarlos con respuestas fáciles disfrazadas de certezas. Peter Weir tiene dudas y las comparte con sus personajes y con los espectadores. El título original de Testigo en peligro es sólo Testigo (Witness), síntesis perfecta de un director lleno de interrogante s, que no teme a la duda, al misterio ni a la magia. Que encuentra en Aubrey y en Maturin la pareja perfecta para contraponer dos puntos de vista sobre el mundo que pueden oponerse pero también pueden convivir, como conviven en la vida real lo racional y lo irracional. Por eso resulta hoy gracioso que tanta gente haya malinterpretado -probablemente algo de culpa tenga el director- La sociedad de los poetas muertos y Sin miedo a la vida, dos películas notables donde las cosas no se resuelven, donde las preguntas jamás obtienen una respuesta y hay que aprender a vivir con esa incertidumbre. Lo mismo ocurre con el resto de su filmografía. Aunque en algunos de sus primeros trabajos el misterio era demasiado grande y la irracionalidad demasiado forzada, Weir lograba desde entonces un cine extraordinario, tal vez no tan profundo como el de sus films posteriores, pero igualmente apasionantes. En Capitán de mar y guerra Weir decide mantener la ambigüedad en todo momento. El punto cumbre lo marca el guardiamarina Hollom, a quien -tal vez por su falta de decisión- la tripulación comienza a considerar el causante de la mala suerte. Irracionalidad y racionalidad conviven en ese momento clave del film, que se encamina en una determinada dirección pero también deja todo el espacio abierto hacia la opción contraria. Más significativo aun, y más interesante, es el viejo marinero Plaíce, en cuyo cráneo Maturin coloca un trozo de metal para cubrir una herida, y a partir de ese momento el personaje empieza a hablar de religión y de Dios, a decir frases que podrían ser una ominosa señal si esto fuera Moby Dick pero que aquí se manifiestan como la consecuencia de un problema mental. Este mundo abierto y sin respuestas se hace extensivo a los dos protagonistas, quienes se debaten entre el universo primario de la guerra y el más evolucionado de la ciencia. Entre lo impulsivo y lo meditado. Un excelente chiste para este dúo es que el pobre Maturin pierde, sin saberlo, la oportunidad de adelantarse a Charles Darwin al pasar por las Islas Galápagos sin poder detenerse el tiempo suficiente como para hacer un relevamiento de las especies. Y Aubrey, por su parte, abandona la persecución para salvar la vida de su amigo herido accidentalmente por una bala. Esos gestos son un acercamiento entre guerra y ciencia, y un elogio a la camaradería y la comunión de ambas posturas, cuya relación -aclaremos- no debe reducirse a una mera oposición. El pequeño Blakeney parece ser una conjunción de Aubrey y Maturin, una nueva generación más rica que ha sido testigo y ha participado de ambas posiciones sobre el mundo. Y es posible que allí esté la mirada del director: en los ojos de un niño que observa sin juzgar, que aprende a cada paso que las cosas no son blanco o negro. Se ha dicho hasta lo insoportable que en el cine de Weir siempre chocan dos culturas. Creo que hay que ir más allá de la mera palabra “chocar” y pensar que en el cine de Weir siempre se exponen dos miradas sobre el mundo. Y alguien tan sabio y honesto como él entiende que no hay que optar por una de las dos. En un mundo obsesionado por las definiciones, las victorias y los colores, un director como Peter Weir es lo más valioso que el cine puede tener.
(Este texto se basa en la nota del mismo autor publicada en la revista El Amante/Cine en el año 2003)