Charlotte (Angela Molina) fue una gran actriz de cine. Esos años han quedado atrás, pero el director que la llevó a la fama está rodando su última película. Empieza para ella un viaje junto a su asistente personal (Ignacio Huang, impecable) para conseguir ese papel que ella considera que le pertenece. Esta comedia absurda en formato road movie abreva en una larga tradición de historias sobre divas que dejaron atrás su esplendor y sueñan con un retorno. Pero esto es una comedia, no Sunset Blvd (1950) de Billy Wilder. Tampoco tiene la profundidad sofisticada de Encarnación (2007) de Anahí Berneri.
Pero lo que sí tiene Charlotte es una protagonista de fotogenia absoluta, la gran Ángela Molina, recordada por sus roles en Ese oscuro objeto del deseo, Las cosas del querer y Carne trémula. Su carisma y su belleza son tan reales como ella. Con eso la película tiene ganada la mitad de la partida. Le cuesta más con los personajes secundarios, algunos muy fallidos o mal actuados. Sale y entra de su juego a lo Pedro Almodóvar y la película se vuelve despareja.
Y de golpe tropieza con una piedra del tamaño de una montaña. El director tan esperado resulta ser Gerardo Romano ensayando un acento español que no se sabrá nunca si es intencionalmente fallido o simplemente patético. Sus líneas de diálogo, sofisticadas al máximo, se ven ridículas en su boca. Algo habrá pasado para que esté él y no un actor español o alguien que ensaye mejor su rol. Se adivina una decisión de último momento.
Por suerte está Miranda en la banda de sonido y dos veces rescata a la película de la mediocridad en la que cae. El chiste final, que está un poco forzado, es tan simpático que nos pide por favor que nos amiguemos con los defectos de la película. Hay ideas, hay humanidad, no hay arrogancia. La película se hace querer.