Chicas que trabajan (Working Girls, Estados Unidos, 1986) es una película de la realizadora Lizzie Borden, conocida en el ambiente del cine independiente de aquellos años por haber dirigido Born in Flames (1983). Estos dos largometraje de bajo presupuesto y franco contenido feminista la convirtieron en una cineasta de culto, pero su fracaso al querer pasar a un cine más comercial cortó su carrera y no volvió a hacer nada parecido. Pero Chicas que trabajan le ha permitido estar en todas las publicaciones y estudios sobre cine y feminismo desde su estreno.
Molly, una graduada de Yale de veintitantos años que vive en la ciudad de Nueva York, trabaja en un burdel de Manhattan para mantenerse a ella y a su novia, Diane, con quien comparte el cuidado de la hija de esta última. Va al trabajo en bicicleta y llega a un amplio departamento donde ellas, y otras jóvenes, trabajan. Dawn, una estudiante universitaria, y Gina, una aspirante a propietaria de una boutique, también son las dos colegas principales con las que comparte su jornada. Ellas se encargan de los clientes masculinos mientras Lucy, quien regentea el burdel, sale de compras. En ausencia de Lucy, las tres mujeres alteran encubiertamente sus sesiones en los libros para quedarse con más dinero. Toda la película, excepto el prólogo y un brevísimo epílogo, transcurre en ese departamento, tanto en el salón principal como en la cocina y los cuartos donde las mujeres tienen sexo con sus clientes.
Chicas que trabajan es una película de avanzada que desafía todos los límites. Nunca se puede afirmar que tal o cual largometraje es el primero en hacer algo, pero Lizzie Borden se ubica en lugares y muestra situaciones que no eran nada comunes en el cine de 1986 y en muchos casos tampoco lo son en el año 2024. La manera en la que muestra el trabajo de estas mujeres es particularmente crudo, en línea completamente contraria a como toda la historia del cine mundial ha mostrado la prostitución. No hablamos de largometrajes clásicos como Irma la dulce (1963) de Billy Wilder, sino de otros que vendrían después, como Mujer bonita (1990) de Gary Marshall, una comedia romántica y cuento de hadas sobre una prostituta y uno de esos clientes. La elección -tan válida como las otras mencionadas- de Borden es acercarse más a un estudio antropológico que a una película de género. No hay historia de amor acá, obviamente, nadie en su sano juicio podría imaginar una tampoco. Pero sí hay momentos de ternura, lealtad y amistad entre las mujeres, cada una en un momento diferente de su carrera y con personalidades muy distintas.
Insólitamente Mujeres que trabajan se estrenó en Argentina y pude verla en cine en la década del noventa, en un infame doble programa en una de esas salas decadentes que iban cerrando una tras otra por aquellos años. Se la exhibía en doble programa con otro título sexual, ignorando por completo el sentido feminista de la película de Lizzie Borden. Esto en sí mismo explica un poco el discurso del largometraje y su condición vanguardista. Una sala conformada en su totalidad por público masculino sin duda recibió el impacto de una historia donde el sexo es mostrado de forma tan poco glamorosa, explícita en detalles que el cine pasó por alto desde siempre. Métodos anticonceptivos, preservativos usados, la colocación de una diafragma en cámara, posiciones sexuales ridículas, actitudes de hombres que se creen inteligentes y seductores y son patéticos. Más allá del interés por las protagonistas y la identificación del espectador con ellas, la película tiene muchos momentos incómodos, un par con cierto humor, pero en general nada agradables.
Diferente a todo, Mujeres que trabajan evoca el cine casi documental del feminismo de los setenta pero con una estética del comienzo del esplendor del cine norteamericano independiente de los ochenta. Esta conexión es para describirla, pero en el fondo se trata de una película única. Por momentos bordea el amateurismo de forma no del todo intencional y en otros pasajes es brillante. Tiene un discurso político explícito y cuestiona todo el sistema de la prostitución como un ejemplo de capitalismo. Irónicamente, la propia directora terminó aceptando a continuación dirigir un proyecto para Miramax que arruinó su carrera y destruyó su libertad creativa al caer en una trampa como la que se describe acá. Sin embargo, Mujeres que trabajan sigue siendo una película de culto y un permanente objeto de estudio. Por donde se la mire, se nota que se trata de una película única y digna de la atención que tuvo.