Peliculas

DERECHO DE FAMILIA

De: Daniel Burman

PASAJE A LA ADULTEZ

Hay muchos libros escritos sobre derecho de familia, algunos son más extensos que otros. Por un lado están los manuales, que son la lectura obligada de los principiantes, los libros que se compran durante los primeros años de la carrera de abogacía; ahora bien, existen también otros textos que intentan tratar los temas de esta materia en forma más exhaustiva. Esos son los llamados “tratados”. Nadie que quiera dedicarse a ejercer esta especialidad del derecho civil puede hacerlo con la mera lectura de un manual. Y si bien ambos tipos de libros abordan idénticos asuntos, es claramente el tratado el lugar en donde uno puede encontrar no sólo aquello que las leyes preven para las distintas situaciones, sino también referencias acerca de lo que al respecto de cada tema ha interpretado la doctrina (las opiniones de los juristas con valor únicamente académico) y la jurisprudencia (las decisiones de los tribunales). Tanto unos como otros abarcan un extenso abanico de temas, entre ellos las normas que regulan el derecho de filiación, o sea, las relaciones entre padres e hijos. Los capítulos sobre filiación incluyen desde las presunciones legales de paternidad hasta las acciones de desconocimiento o negación de la misma. Sin embargo, nada dicen respecto de ese espacio de transición que se genera entre el nacimiento de un hijo y la propia asunción como padre; ese momento en que un estatuto cede un poco el lugar para que otro nuevo cobre vigencia e importancia. Se empieza a ser del todo padre a la par que se deja de ser un poco hijo. Y de este trayecto, que no por feliz deja de ser doloroso en algún punto, no hay indefectiblemente retorno. Es un pasaje a la adultez definitiva. Menudo tema del que –certifico– nada dicen al respecto los tratados de derecho de familia. Mucho menos los manuales, claro. Es que hay instancias tan trascendentes en la vida de las personas que sólo pueden comprenderse a través de la experiencia; es desde el mundo de lo sensible y no desde el cognoscible que pueden aprehenderse, aunque lamentablemente son bastante difíciles de transmitir, salvo algunas raras excepciones, pero ya no dentro del terreno de las disciplinas científicas, sino del de las artes. Derecho de Familia (2005), la última película del director argentino Daniel Burman, que recientemente inauguró la sección Panorama Especial en el Festival Internacional de Berlín y que se estrenará en las próximas semanas en nuestro país, es un perfecto y bello ensayo de algo de lo que se pone en juego en esa instancia de pasaje a la adultez, tema del que –como se ha dicho– no dan cuenta los libros de derecho. Aunque como se comprobará, sí puede hacerlo una buena película.

De saco y corbata

Derecho de Familia es una película simple, pero su simpleza no consiste en contar una historia banal ni en un tratamiento superficial de la misma, muy por el contrario, su sencillez está en que el film sabe cómo moverse, sabe que para nadar en lo profundo y poder retratar lo que subyace a la superficie, no hace falta agitar las aguas. No es la película de alguien que cree que está obligado a resumir el universo en noventa minutos de celuloide, sino de quien sabe que le alcanza con retratar con agudeza un mundo particular porque de esa forma estará mostrando lo universal.
Derecho de Familia cuenta, en principio, la historia de Ariel Perelman (Daniel Hendler, nuevamente) y su padre el Dr. Perelman (Arturo Goetz) –el Zelig de los abogados–, según su hijo. Ariel y su padre comparten la profesión, pero no su ejercicio ni su filosofía. El primero trabaja en la Justicia como Defensor de pobres y ausentes, y es además profesor en la facultad. Perelman padre, en cambio, es el clásico abogado buscapleitos que puede atender a sus clientes tanto en el despacho de su estudio como en la barra de un bar de la galería subterránea de la avenida 9 de julio, según lo ameriten la magnitud o el origen del caso. Perelman padre es un “buscavidas” dentro de su profesión, un hombre fiel a sus costumbres, que puede redactar una contestación de demanda en servilletas de papel –ajeno al mundo de las computadoras portátiles– así como permanecer absolutamente fiel a su secretaria de toda la vida, Nora (Adriana Aizemberg). Ariel, en cambio, es un hombre más de derechos que de hechos, que cree que la profesión es un camino lleno de valores a defender y que se resiste a ver “caer” su ideal de justicia, aún cuando “sus cimientos” tambalean. Ariel es el clásico abogado idealista que piensa que es más importante enseñarle a sus alumnos valores éticos que chicanas jurídicas, aunque para ello no pueda evitar servirse de éstas. Entre clase y clase, Ariel se enamorará de una alumna, Sandra (Julieta Díaz) quien nunca se recibirá de abogada, sino que se convertirá en instructora de Pilates, además de su esposa. El tiempo, por su parte, convertirá a ambos en padres de Gastón (Eloy Burman).
La vida de estos personajes discurre entre la ligereza de la cotidianeidad y la complejidad de sus conflictos internos. Y para dar forma a este contrapunto, Daniel Burman elige llevar adelante el relato a través de la voz en off de Ariel, recurso que aligera el desarrollo de la historia y sirve para elipsar la narración. Esta voz está presente durante todo el film, por momentos desde el comentario insidioso, humorístico, perspicaz y reflexivo de aquello que las imágenes nos devuelven, aunque otras veces se llama al silencio como forma de dejarnos a los espectadores conformar solos esa otra parte de la historia que a la mirada del personaje se le escapa.
Derecho de Familia puede leerse como la tercera parte de una suerte de trilogía que comenzó con Esperando al Mesías (2000) y siguió con El abrazo partido (2003), film que se alzó con el Premio Especial del Jurado y el Oso de Plata a Mejor Actor (por Daniel Hendler) en el Festival de Berlín del año 2004.
Las tres películas están de alguna manera atravesadas por la recurrencia de algunas cuestiones. En estas dos películas anteriores los personajes se encuentran en la búsqueda permanente de certezas. La certeza de una identidad, de un origen, de un ámbito de pertenencia, de una religión, de un padre. La seguridad que brinda el saber que uno posee algo detrás que lo sostiene. Derecho de Familia es un avance notable respecto de esta necesidad imperiosa de encontrar certezas allí en donde el mundo se muestra confuso. Ariel no sabe si quiere o no parecerse a su padre, duda acerca de la elección del ejercicio de su profesión, se pregunta si hubiera sido más o menos feliz en caso de no haber formado una familia, tampoco sabe si el jardín al que manda a su hijo es el lugar en donde le darán una educación correcta. Ariel duda, pero es a partir de que se asume como padre que descubre que la duda es el estado natural de las cosas, y que esas certezas que se buscan de joven son parte de la irreverencia adolescente de creer que la existencia tiene un sentido, y que encima es unívoco. Entonces, cuando Ariel se distiende logra, entre otras cosas, acompañar a su hijo en una clase de natación. Y ese “zambullirse en la pileta”, algo que Ariel creía que recién le enseñaría a su hijo cuando éste cumpliera los trece (edad en que para la religión judía el niño varón ingresa en el universo de los hombres), opera como su propia conversión en adulto, pues él finalmente se mete también en el agua.
Derecho de Familia no está hecha de grandes escenas ni de grandes discursos, su perfección no deviene de la grandilocuencia, sino de la suma de miles de detalles perfectos. Detalles que en su simpleza y en su mínima expresión conforman un universo expansivo de ideas que atraviesan la película del principio hasta el final. El cartel que cuelga en el edificio del estudio del padre de Ariel y que reza: “Estudio Dr. Perelman e hijo”, anuncia desde sus palabras toda una problemática, que a su vez tiene su contrapartida en la imposibilidad de Ariel de abrir la puerta de ese despacho que su padre le ha destinado desde que se recibió y que permanecerá siempre vacío. La ropa es un elemento cuya presencia también está denotando algunas cuestiones. La forma en que el personaje de Ariel se viste es también la manera en que se adecua a las circunstancias. El traje o el jogging según el caso. Y este detalle está plagado de simbolismo. Tiempo atrás, un niño dejaba de serlo y se convertía en un joven cuando sus pantalones cortos se estiraban hasta convertirse en largos. Y ese simple hecho conllevaba la asunción de una serie de responsabilidades; el mundo de los adultos venía entretejido en esos centímetros más de tela. No es entonces mera casualidad que la forma que Gastón elige para empezar a identificarse con su padre sea a partir de disfrazarse con un traje. Ni tampoco es menor que la corbata más fina comprada por Ariel sea la que decida estrenar el día en que despida los restos de Perelman padre.
Hace ya algunos años, en la primera reunión de padres a la que asistí, escuché una frase que resultó muy tranquilizadora para todos los que estábamos ahí sentados en unas sillas pequeñas e incómodas, con cara de absoluto estupor y desconcierto. Alguien dijo: “lo único que puede afirmarse con certeza después de la llegada de un hijo es que se pierden todas las certezas”. Éste parece ser el gran descubrimiento de Ariel, y es a partir de allí, cuando se desmoronan las certezas (junto con los edificios de la Justicia), cuando el personaje comienza a reinventarse, a la par que ese niño, su hijo, se empieza a conformar como persona. Ariel arma su propia ficción de padre, algo que para las madres, en cierta forma, ya viene “dado”, pero que los hombres pueden construir sólo a partir de la experiencia.

Derecho de autor

Así como los manuales de derecho no pueden dar cuenta de la intensidad que conlleva el hecho de dejar de ser hijo para convertirse en padre, parece que tampoco los libros de cine aportan gran cosa acerca de cómo dejar de ser un realizador amateur para convertirse en un cineasta. Es que en este terreno volvemos a adentrarnos en el universo de la experiencia y no de la retórica. Y experiencia es lo que parece destilar la cámara de Daniel Burman. En un recorrido por su filmografía podemos descubrir una suerte de movimiento hacia delante, de superación permanente, de coherencia, de capacidad de síntesis y de imaginación desbordante. Y este último punto es un punto interesante para detenerse y pensar cuál es el cine que queremos ver y cuál es el cine que la industria y el espacio fuera de ella nos están permitiendo hacer.
Cuando desde afuera se nos convence que para hacer films de calidad, de “ideas”, es necesario divorciarse del público, se nos está contando una verdad a medias, o al menos falseando una realidad que no siempre opera en forma automática ni certera. La prueba de ello es que muchos realizadores con grandes ideas han logrado muy buenas performances de taquilla y un gran reconocimiento del público, sin por ello dejar de ser serios, inteligentes ni fieles a sí mismos. Que una película busque encontrar repercusión en los espectadores no la tiñe con una especie de “pecado original”, pues a mi entender, nadie filma un largometraje para guardarlo bajo la oscuridad del sótano de su casa y mostrárselo sólo a los amigos, a menos que esté dispuesto a sostener un hobby oneroso por demás. Lo que verdaderamente subyace a toda esta cuestión, que lógicamente está plagada de matices de cuestiones económicas- financieras, posibilidades de inversión o financiamiento tanto público como privado, etcétera, es que hay una gran carencia de imaginación. Hay mucha gente que se carga una cámara al hombro y sale a filmar como si la película se produjera por generación espontánea. Entonces nos encontramos con films en los que, con mucha nobleza pero con poco oficio, alguien quiso expresar algunas ideas, pero se olvidó que había que encontrar la forma para poder contarlas y que la gente pudiera “leerlas”. Pues es muy simplista y hasta soberbio creer que el espectador tiene siempre la necesaria obligación de entender o completar aquello que el director no ha sabido transmitir o que ha omitido deliberadamente en post de volver “complejo” lo que no necesita serlo.
Es de suponer que el convertirse en un verdadero autor, un director con un universo personal, con un sello individual en cada una de sus films, no es un tema de derecho sino de hecho (s). A los autores no los decretan los títulos universitarios ni los inventan los críticos, sino que los generan sus propias obras.
Daniel Burman ha demostrado, desde la voluptuosidad que primaba en su primer largometraje Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (1996) hasta la emotividad dosificada por el humor que recorre toda su última película, Derecho de Familia, que sabe cómo hacerlo, que no necesita reñir sus ideas con el agradecimiento del público. Es que los films hablan por sí mismos cuando tienen algo para decir (y contar). Y de Derecho de Familia se puede asegurar que es una película que se sabe contar a sí misma. Y que con este hecho –para nada menor– logra dar cuenta del pasaje a la adultez, no sólo de un joven devenido en padre por obra y gracia del nacimiento de un hijo, sino también de un realizador devenido autor como consecuencia de la coherencia, originalidad y nobleza de sus películas.