Richard “Dick” Johnson es un psiquiatra clínico jubilado que sufre de demencia. Su estado no es malo, pero la enfermedad avanza. Su hija, la cineasta Kirsten Johnson, la invita a su padre de 86 años a participar de una serie de representaciones imaginativas de su muerte cercana. Algunas de estas escenas son muertes absurdas o violentas, el equipo de filmación usa dobles de riesgo, por supuesto.
Con solo saber este argumento, la película dispara, con razón, todas las alarmas posibles acerca de la ética, la crueldad, el buen gusto o incluso el sentido que puede tener este retrato. Alarmarse está bien, pero con el correr de los minutos la película va mostrando un enorme pudor, un obvio amor incondicional por el protagonista y una forma muy inteligente de ser una película pequeña y ambiciosa a la vez.
La vida de un ser humano está conformada de muchas cosas. El documental va reconstruyendo esas cosas y completando el rompecabezas acerca de quien es el protagonista. Dick es un personaje amable, risueño, con sentido del humor y agradecido de la vida. Viudo, disfruta de su familia, algún amigo y varios pequeños placeres mundanos. Descubrimos sus traumas, como la insólita forma de los dedos de sus pies, y compartimos sus recuerdos antes de que se vayan para siempre.
Miembro de una congregación adventista, Dick Johnson tiene una mirada luminosa de la vida y de la muerte y la película también demuestra que se saltea algunas reglas cuando es por el bien de la familia. Incluso una de las locaciones que son utilizadas en el film es una iglesia. El humor es clave y nadie parece quedarse afuera.
Pero lo que le da el broche de oro a esta película es su condición de obra sencilla en la superficie, pero compleja en su centro. Una despedida que habla sobre muchas cosas sin un discurso altisonante. La mirada de Dick Johnson lo dice todo. La posibilidad de un abrazo final, antes de que sea demasiado tarde. La película es un inteligente acto de amor.