AL OTRO LADO DEL RÍO
El cine de Daniel Burman es un caso especial dentro de nuestra cinematografía. Por un lado es un representante auténtico del cine argentino de la generación de fines de los 90, aquel que provocó notorios cambios en nuestro cine, y por el otro es un director cuya obra posee fuertes conexiones con las formas más clásicas y conocidas del cine clásico nacional. Su filmografía fue volviéndose cada día un poco más popular y su forma de filmar fue ganando efectividad y clasicismo, dos caraterísticas que no le han impedido a su vez realizar algunos juegos que bordean la modernidad. En Dos hermanos Burman explora una etapa del ser humano que no había sido centro de sus films anteriores: la vejez. Mientras que en films como El abrazo partido, Esperando al Mesías y Derecho de familia los jóvenes son los protagonistas, aun con la salvedad de que en está última y en El nido vacío ya se manifiesta el tema de la asunción de la adultez y de la crisis frente al crecimiento de los hijos adolescentes, en Dos hermanos los protagonistas ya rondan los sesenta y setenta años. Cabe remarcar que el director no solo da este salto en la cronología de la vida, sino que también tiene la sensibilidad suficiente como para hacer que la estética del film, sus tiempos, su humor y hasta su romanticismo resulten acordes a dos personajes de esa edad y no a la edad propia. Mientras que la mirada es la de un joven, el desarrollo y el perfil de los personajes están bien controlados para representar a los protagonistas. Y como siempre en Burman, la simpleza de la superficie no es más que eso, la superficie. Este vínculo entre hermanos solitarios, posiblemente destinados desde la niñez a quedarse juntos, está lleno de hallazgos que abarcan toda la gama posible dentro de la elección de tono y estilo elegidas por el director. No es casual, y de hecho es la virtud que hace la diferencia, la elección de ambos actores. No podría ser más efectivo el casting si se trata de elegir a actores profesionales, es decir, verdaderos actores. Antonio Gasalla realiza el mejor papel de su carrera en cine y aunque lo hemos visto actuar durante muchos años en televisión, no hay que dejarse engañar, es justamente lo que ya sabemos de él lo que potencia los matices de su papel. Lo mismo ocurre con Graciela Borges, la máxima estrella del cine argentino de los últimos cincuenta años. Desde su debut en Una cita con la vida, dirigida por el último director clásico, Hugo Del Carril, hasta sus maravillosos trabajos en La ciénaga y Monobloc, Borges no ha perdido jamás su estatus de estrella y su fotogenia insuperable. Actriz fetiche de Leopoldo Torre Nilsson y de Raúl De La Torre, la Borges ha demostrado y demuestra acá que es un animal de cine, una estrella en estado puro, pero también una actriz de primer nivel. Entre el hermano gay apocado, dedicado de forma significativa al paciente oficio de ser orfebre y la hermana diva venida a menos, aferrada a un glamour de perfil alto que ya no existe, se genera un vínculo doloroso, cruel, una dinámica que los une y los separa, como el Río de la Plata une y separa las dos orillas de Argentina y Uruguay. La teatralidad de muchas situaciones no es forzada y se ve bien declarada por el hecho de que hay una obra de teatro en el centro del film, de la misma forma que el hecho de que sea sobre Edipo la obra ya no hace necesario decir más nada sobre el tema. Pero más allá de todo lo que ocurre en la película, incluyendo sendas historias de amor, la línea que conduce al final va a encontrar a los dos hermanos juntos. Ni la belleza de ese amor maduro que encuentra él, ni la simpatía de ese enamoramiento glamoroso de ella (no podía sentirse atraída por nadie salvo que, como hace, le encontrara un parecido con alguien famoso) podrán torcer un destino en común, un vínculo que no se apaga y que es de por vida. Ser hermanos no es algo que se pueda elegir y en el crepúsculo de la vida y del film la sangre que los une puede más que cualquier cuenta pendiente o enfrentamiento.