Drums Along the Mohawk (1939) es una película de John Ford que podría considerarse entre las olvidadas. Si bien no es una rareza absoluta, hoy su fama y la frecuencia con la que es citada o exhibida son muy menores a la de sus grandes clásicos. Pensar que la hizo el mismo año en el cual estrenó dos obras maestras: La diligencia (Stagecoach) y El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln) habla de una época prolífica e inspirada del director, pero también la explicación por la cual esta película quedó un poco relegada entre un montón de grandes títulos. 1939 fue importante no solo para Ford, ese año es famoso en la historia del cine por considerarse el punto culminante del lenguaje del Hollywood clásico. Sin duda es una pena, porque el film merece una adecuada revisión y análisis.
Drums Along the Mohawk no solo cumple con todos los temas y la estética del realizador, sino que además es una de las películas más entretenidas del director. Se podrá decir que Ford no suele buscar el ritmo y el impacto primario que se ve en muchas escenas de este film a medio camino entre el western y el cine de aventuras. Como en las novelas James Fenimore Cooper (El último de los mohicanos la más famosa) o Los refugiados de Arthur Conan Doyle, ambos géneros se dan la mano y conviven a la perfección. Aunque se hayan escrito casi con un siglo de diferencia y no cuenten la misma historia, es difícil no evocarlas para quien las haya leído.
La historia transcurre en 1766, durante la Guerra de la Revolución norteamericana, una época comparativamente poco explorada por el cine y que John Ford encara desde su espacio favorito: la frontera. El film empieza en Albany, Nueva York, donde la pareja protagónica (Henry Fonda y Claudette Colbert son los protagonistas) se casa para viajar luego a un lugar inhóspito y peligroso: el Valle Mohawk, en la frontera de Nueva York. Ese lugar, clave en la guerra revolucionaria, era un espacio de colonos y fuertes, donde los indios aliados a los ingleses peleaban contra los colonos revolucionarios y sus aliados nativos. La historia de quienes renuncian a una vida de bienestar para someterse al sacrificio de la vida de los pioneros es sin duda un tema fordiano. El tono de la película incluye la emoción, el drama y el humor de los clásicos del director. También en su primer film en colores, Ford nos ofrece una belleza que es en sí misma motivo de admiración extra.
La aventura, en el sentido más estricto, es una de las marcas de la película. La frontera acá no solo es el lugar favorito del director, también es un espacio apasionante. Más cerca de The Prisoner of Shark Island (1936) que de los westerns posteriores, el tono folletinesco se impone en la narración. Sin embargo, al final de la película el realizador termina de desplegar su discurso. Hemos visto como los hogares se queman y se vuelven a construir, como los bebés no sobreviven pero vienen otros, como una y otra vez el espíritu pionero se abre camino. John Ford no es tibio en el cierre de la película. Los últimos planos, que claramente exponen las diferentes razas que formarán parte de Estados Unidos, son una toma de posición. En 1939 esto no era tan común como lo es hoy y por eso tiene verdadero mérito. Al final la pareja de pioneros son el corazón mismo de Estados Unidos: dejarlo todo para construir una sociedad, no rendirse ante nada, mirar al futuro. Una vida de trabajo en comunidad, sin los beneficios del mundo civilizado, pero con la certeza de que todo lo que se hace vale la pena, forma parte de algo más grande. Estos pioneros que aparecerán una y otra vez en el cine de John Ford y aquí, en sus films de 1939, son vistos por el director con admiración y optimismo. La carrera del realizador seguiría creciendo, pero en estos años prolíficos ya se entiende porque es considerado el más grande de todos.