El brindis tiene varias cosas que la vuelven una película simpática. En primer lugar tiene el clásico personaje neurótico e inseguro al estilo de los films de Woody Allen de los setenta y en segundo término posee el juego sencillo y efectivo de la repetición de escenas al estilo Groundhog Day pero solo en la imaginación del protagonista. Adrien tiene treinta y cinco años y sus angustias personales lo han sumido en una crisis. Durante una cena con su familia, su novia le no contesta sus mensajes y su cuñado le pide que se encargue de hacer el discurso de su boda. Encerrado por la situación, Adrien pensará en todas las cosas buenas o malas que pueden llegar a suceder si acepta la invitación.
Graciosa, ligera, sin demasiado rumbo, la película se gana el beneplácito de la gente de bien cuando en una de sus primeras escenas establece que el carnaval carioca de las bodas es una de las formas más aberrantes de celebración que hayan existido jamás. Es difícil no querer a El brindis después de semejante declaración de principios. Más allá de eso, también sigue funcionando el estilo Woody Allen actualizado al siglo XXI. No hay mucho más, eso es todo, pero no faltan escenas graciosas.