El cuaderno de Tomy cuenta la historia de María Vázquez, una arquitecta que tiene un cáncer terminal. Cuando sabe que su situación es irreversible, ella decide contar en Twitter lo que le va pasando y al mismo tiempo escribir un libro para su hijo de tres años. Un diario con dibujos y frases que luego de su muerte se convertiría finalmente en un libro llamado El cuaderno de Nippur.
El director, Carlos Sorín, se acerca al tema con todas las precauciones necesarias, buscando no caer en trampas ni golpes bajos, apelando a la mayor sobriedad posible, lo mismo que la actuación de la protagonista. Pero al mismo tiempo trabaja una literalidad absoluta, sin vuelo ni novedades. Poniendo en la pantalla exactamente lo mismo que vio en internet.
A pesar del esfuerzo absolutamente todos los diálogos de la película, en particular el vínculo de la protagonista con sus amistades, suenan falsos, actuados, con un deseo de ser espontáneos sin lograrlo ni una sola vez. A pesar de los rostros conocidos del elenco, o tal vez justamente por culpa de eso, no hay una sola escena grupal que fluya. Cada momento natural de esas escenas resulta tan fabricada y guionada que cualquier intento de emoción se reduce a cero.
Una persona con un cáncer terminal, llegando al momento de su muerte, y buscando dejarle un legado a un hijo es sin duda un tema que moviliza a los espectadores y toca fibras que van más allá de los méritos de una película. Esta no es ni la primera ni la última de esas historias que golpean fuerte pero no por su valor artístico sino por el tema que tocan.