Cuando era chico había una colección de libros llamada Biblioteca Billiken. Era una colección de clásicos de la literatura universal que incluía toda clase de títulos afines al público infantil y juvenil. En esa colección estaba Moby Dick, de Herman Melville. Rápidamente se convirtió en uno de mis libros favoritos. Pero unos años más tarde descubrí, con cierta decepción, que no era la versión completa del libro, sino una adaptación abreviada del mismo. Cuando volví a leer Moby Dick, claro, me siguió pareciendo un libro perfecto y muy superior a lo que había leído. Si nunca hubiera conocido la versión completa, tal vez me hubiera conformado con la versión infantil juvenil.
El gatopardo es una novela escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada en 1958, un año después de la muerte de su autor. Tuvo en 1963 una adaptación cinematográfica que es considerada una de las grandes obras maestras de la historia del cine. La película fue dirigida por Luchino Visconti y protagonizada por Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon. Ahora se ha estrenado en Netflix una miniserie de seis episodios sobre el mismo libro. Al verla, lo primero que sentí, como me pasó también con Cien años de soledad, fue que estaba frente a una Colección Billiken en versión series estrenadas en Netflix. Insólitamente, ambas adaptaciones se parecen entre sí. Queda claro que Netflix tiene un plan: adaptar todos los clásicos posibles para que los espectadores del mundo puedan entrar a su biblioteca y apreciarlos en sus versiones más infantiles adolescentes. Con temas adultos, claro, pero con un nivel de sofisticación mínimo. Incluso parece que en el mundo ya se producen series y películas soñando con llegar a Netflix. El gatopardo, una gran historia, ahora parece reducirse a estos seis episodios prolijos y sin gracia.
El gatopardo es un libro muy respetado, leído y admirado pero me atrevería a decir que la película de 1963 ocupa un lugar mayor privilegio aún dentro del mundo del cine y del imaginario cultural en general. El término gatopardismo es utilizado a menudo pero en proporción es mucho menor la gente que conoce su explicación más completa, algo que se soluciona leyendo el libro o viendo la película. La historia del paso de Italia del siglo XIX al siglo XX, con los cambios que estos conllevan, es un material lleno de interés. Esta transición se desarrolla en parte a través de las relaciones familiares, los vínculos de poder y los matrimonios. Un mundo que cambia, el fin de una era, todo teñido por una melancolía que la película de 1963 entendía perfectamente y que la miniserie solo expone a través de los diálogos.
Es imposible pensar en otro actor que Burt Lancaster para interpretar al Príncipe Don Fabrizio y lo mismo para Alain Delon como Tancredi o a Claudia Cardinale como Angélica. La película los asoció por siempre a estos personajes y es imposible despegarse de ese recuerdo. Pero eso no es todo, Luchino Visconti, con algunas licencias poéticas y cambios con respecto a la novela, era capaz de hacer convivir su mirada del mundo, opuesta a la aristocracia, con una contemplación respetuosa e incluso empática con respecto a su personaje central. Visconti, por encima de todo, era un cineasta, y es con la cámara que él es capaz de mostrar los temas, las relaciones de poder y hasta el estado de ánimo de los personajes. La miniserie no tiene ni la más remota idea de lo que esto significa o como se hace y el abismo que se abre entre las dos adaptaciones es justamente esa.
El mundo de Netflix es un mundo de clásicos ilustrados, como una colección para niños y jóvenes, pero destinada a espectadores adultos. Nada que nos haga pensar de manera artística. Vestuario lindo, decorados impactantes, producción cara y fotografía bonita. Emociones básicas y subrayadas. Cualquier adaptación de un clásico de esta era es intercambiable con otras. No hay un artista detrás del proyecto, no hay obras de arte, sólo creadores de contenido. La cámara filma guiones, los actores dicen sus diálogos, no es necesario hacer nada más que sentarse y pasar episodios. El gatopardo, la película de 1963, deja marca en cualquier espectador que la vea. Desde el inicio hasta el inolvidable plano final, la película expresa el ocaso de una era con belleza y profundidad. Requiere atención de los espectadores frente a cada imagen, cada movimiento de cámara, cada escena construida con un sentido total que se termina de apreciar en el cierre. Visconti termina su obra diciendo lo mismo que el libro pero expresándolo de una forma completamente distinta, más sutil, más admirable, más melancólica. Las comparaciones no son odiosas, muchas veces son justas, como en este caso. Siempre se puede pedir más. Las opciones son muy sencillas: ver la película de Luchino Visconti, leer el libro o ir a pasear por el parque. La miniserie es tan correcta como superficial e irrelevante.