El jockey es una película sin riesgos en muchos aspectos y completamente desafiante en otros. Lista para producir furia cuando se sale de su público (algo que el cine mediocre nunca hace) y para producir euforia dentro de ciertos ámbitos. Pero en ambos casos es la misma película. Una comedia existencialista narrada con humor surrealista, filmada de forma original y sorprendiendo en muchos momentos, descolocando a los espectadores primero pero finalmente lanzando siempre la misma bola curva que termina siendo, en mayor o menor medida, previsible. A diferencia de David Lynch o Luis Buñuel, el director y guionista Luis Ortega no siempre logra diferenciar lo brillante de lo soberbio o lo relevante de lo completamente gratuito. Sin embargo, y más allá de las marcadas objeciones, El Jockey sabe como hacerse querer y sus temas centrales son gran graciosos como movilizadores. La angustia existencial tomada sin solemnidad, con un realizador que al final de cuentas cree en lo que está contando.
Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart) es un jockey brillante pero totalmente autodestructivo. Su carrera está a punto de colapsar y en el medio amenaza también destruir la relación con su novia y colega Abril (Úrsula Corberó). Su jefe, el mafioso Sirena (Daniel Giménez Cacho) depende de Manfredini para obtener una gran suma de dinero y apuesta a él, aún a costa de lo arriesgado que es esto. Este es el primer tercio de la película, y aunque queda bien claro el tono general, es con el giro ocurrido a partir de la gran carrera que El Jockey termina de desplegar su juego. Todas las películas son en definitiva un tómalo o déjalo, pero acá queda claro que se puede ver la película de forma indiferente, cada escena pide que nos definamos. Lo divertido es que aquí uno puede cambiar de opinión de una a otra.
El elenco, formado por los tres mencionados más varios rostros bien conocidos, entiende el estilo de la película. Es un pequeño lujo extra ver por última vez a Daniel Fanego realizando un rol secundario pero a la altura de su talento. Está sobre los hombros de Pérez Biscayart la responsabilidad mayor. Sus ojos saltones potencian su expresión perdida y su búsqueda por respuestas.
El Jockey va tomando forma a cada minuto y alcanza su punto culminante en la mitad, lo que hace que el último tercio se vea más apagado de lo que debería. En el medio hay momentos que parecen hechos más para el regocijo de los que han hecho la película que para los espectadores. Pero hay otros tan brillantes y absurdos a la vez que la película logra recuperar el rumbo. Su formalismo puede resultar excluyente para muchos espectadores y sin embargo esto no significa que la película carezca de emoción o ternura. De hecho posee ambas cosas, desde el comienzo hasta el final. Siempre es mejor ver una película arriesgada con virtudes y defectos que un producto irrelevante y que logra su objetivo gris sin problemas pero tampoco sin valor alguno.