EL QUE CALLA OTORGA
Luego de completar formularios, hay una incómoda espera. Los nervios se hacen notar y, para romper el hielo, los candidatos dialogan unos con otros. Entre comentarios sobre experiencias pasadas y algunas anécdotas, el grupo de los siete se descubre enclaustrado dentro de una moderna oficina, a las órdenes de una extraña técnica de selección de personal denominada el método Grönholm. Se trata de un severo sistema que, mediante una red informática, dispone una serie de directivas para que al mejor estilo Gran hermano se inicie la lucha por la supervivencia del más apto entre los postulantes.
Él método es la adaptación de la exitosa obra teatral de Jordi Galcerán Ferrer a la pantalla grande. Marcelo Piñeyro, director de Tango Feroz, Caballos salvajes y Kamchatka, dirige y escribe el guión junto a Mateo Gil (colaborador habitual del director español Alejandro Amenábar). Y aquí se puede mencionar el principal problema: el de una transposición falta de consistencia. Una versión que carece de peso propio o, mejor dicho, que titubea acerca de si lo tiene.
El juego con la duda, la paranoia y la miseria humana que podría nacer de este encierro y de esta pugna por el poder dura lo que cada integrante tarda en leer el planteo que aparece en los monitores, de modo que el interés se agota por saturación. Las conversaciones que se tejen a partir de las consignas que vienen de arriba no hacen más que definir arquetipos, creando situaciones trilladas y aburridas, aunque disfrazadas de importantes. Descubrir quién es el infiltrado de la empresa y quién podría ser elegido líder son interrogantes progresivamente desalentadores. Mediante el coqueteo con algunas previsibles vueltas de tuerca, las pautas no revelan más que vacilaciones (quizás la presencia de Carmelo Gómez en el comienzo sugiere una personalidad un poco más definida detrás de su fachada de nominado). Ni siquiera las determinaciones acerca de las diferentes eliminaciones son sustanciosas. Un ejemplo de este tipo de confusión es el caso de la más madura de las mujeres del grupo, cuando, después de idas y vueltas, la causa de su salida no queda clara. Es un momento en el cual el desafío consiste en que cada uno pueda dar suficientes razones de peso para que, en caso de una hipotética catástrofe mundial, su vida sea indispensable para el resto del grupo. Después de varias justificaciones, las opciones se reducen y quedan expuestas las dotes culinarias de la señora versus el saber literario del personaje de Eduardo Noriega. ¿Por qué una cita de Jack London le gana a una cocinera? No se entiende, pero, al mismo tiempo, tampoco importa demasiado.
Lo único deducible a partir del material es que la tensión no se sostiene, debido a que todo el peso está puesto en la palabra y no hay elaboración alguna de la imagen. Desde el encuadre y la composición visual, la propuesta es nula: la organización del espacio se resume en el plano-contraplano y en algunos pocos zooms. El único recurso un poco más osado que entra en juego es la pantalla dividida, sobre el comienzo y el final de la película. Allí, el espacio del plano es seccionado en dos o tres porciones, división inútil que estorba la visión de una imagen entera y que, muy a destiempo, muestra lo que ocurrirá instantes después (esa simultaneidad de imágenes aparece para hilar secuencias tan intrascendentes como pueden ser la anunciación en la mesa de entrada de un personaje y el ingreso de éste a un ascensor dos segundos después). Tampoco se aprovecha la calidad de la imagen digital, esa materialidad porosa que podría haber sido explotada para apuntalar el patetismo del contenido desde la opacidad de la forma.
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