¿CUÁNTO TIEMPO MÁS LLEVARÁ?
TODO TIENE UN FINAL
Me resultaba imposible empezar esta nota sin mencionar el párrafo de alguna canción. Puesta a pensar el amor en términos de principio y fin, de deseo y abulia, de plenitud y ocaso, acudieron a mi memoria una serie de temas musicales en donde la ecuación de las variables “tiempo/pasión” se resuelve, muchas veces, a favor de la desaparición de la segunda. Parecería que a los músicos les resulta fácil poner en palabras el resultado de una combinación que, lejos de poseer características de infinitud, está inevitablemente condenada a las leyes naturales de la vida. Aunque, claro, también están quienes se resisten a reconocer esas huellas de óxido que el tiempo -a su paso- imprime en el deseo o, mejor dicho, a descubrir cómo éste siempre termina perdido en su laberinto. De esas ingenuidades están construidas, a su vez, las letras de otras canciones. Y los personajes de El tiempo.
Situada en la Corea del Sur de los tiempos que corren, los protagonistas corren -valga la redundancia- en dirección opuesta al tiempo por el que transitan. Seh-hee es una joven y bella mujer, que presa de unos celos desmedidos y ante la mera sospecha de que su novio, Ji-woo, ha perdido la pasión por ella, se obsesiona con revertir un proceso, cuyo final considera evitable. Así es como toma la drástica decisión de recurrir a una cirugía plástica para cambiar la imagen de su cara, en la ingenua convicción de que el deseo anida sólo en las apariencias y no en el conjunto de la persona.
Luego de transcurrido el tiempo que le demanda a su rostro recuperar una “apariencia” de normalidad, Seh-hee reaparece en la vida de Ji-woo, pero simulando ser otra. Aunque, claro, puede transformar las arrugas de su cara, pero no los pliegues de su persona. Así pues, no tardan en aparecer nuevamente sus obsesiones y sus celos. Y el proceso vuelve a comenzar. Seh-hee, lejos de conseguir reavivar la llama de la pasión, apenas sí logra quedarse con el semblante de la persona a quien amaba, pues en esa disgregación que hace de sí misma, termina por perder a su vez lo “real” de su amado. Ya que Ji -woo, también desesperado ante la pérdida de su objeto de deseo -real y no imaginario-, toma la misma decisión que su novia y se somete a un cambio de rostro. Finalmente, los amantes terminan convertidos en dos extraños conocidos, desesperados por hallar en ese Otro -ahora por completo ajeno- el reflejo de algún indicio de sí mismos.
En la película Chunking Express, del reconocido director honkonés Wong Kar-wai, un personaje se entretiene comparando el vencimiento de las latas de ananá en almíbar con la caducidad de sus historias de amor. Le inquieta la posibilidad de que la fruta en buen estado pueda resultar más perdurable que la relación con su novia. El deseo, en definitiva, no dista mucho -en su esencia- de una rodaja de ananá, pareciera decirnos el director. Una bella metáfora sobre la imposibilidad de “conservar” inmutable aquello que está constituido por eso que todos somos, materia.
Pero así como en Chunking Express, el tiempo, su capacidad para ser medido, a la vez que su imposibilidad de detenerse, son los ejes sobre los que se estructuran las diferentes historias de amor que protagonizan unos seres ávidos de pasión y romanticismo, aunque conscientes de su condición de inasibles; en El tiempo, en cambio, los personajes no pueden dejar de lidiar con su negación a aceptar la transitoriedad del deseo, ni la cualidad corrosiva del tiempo. Por ello es que terminan convertidos en semblantes de sí mismos, apenas máscaras de lo que son. Una idea bastante más cercana a la concepción platónica del amor que hemos elaborado en Occidente que a la metafísica religiosa respecto del mismo que ha imperado en la cultura oriental, lugar de donde proviene la película. Nuevas implicancias de una globalización cultural que no conoce de matices, o que bien sólo busca suprimirlos en pos de una homogenización de ideas bastante reduccionista.
LOS LADOS OPUESTOS DEL TRIANGULO
Kim Ki-duk se volvió un nombre conocido por estas huestes -para quienes circulan por la vida ajenos a esa realidad paralela o dimensión desconocida que son los festivales de cine- gracias a una película que fue un éxito de público al momento de su estreno en el país: Primavera, Verano, Otoño, Invierno
y Primavera. Sin embargo, su trayectoria como director se remonta a casi una década atrás, con un total de doce largometrajes y un gran número de premios adquiridos con ellos.
Las dos películas anteriores a El tiempo: Hierro 3 y El arco, guardan con ésta algunas similitudes, así como también, algunas diferencias. En las tres estamos en presencia de relaciones triangulares en las que la consolidación, la reafirmación o la disolución de la pareja provienen de la aparición de un tercero que se instala como un elemento desestabilizador de un precario equilibrio imperante. En Hierro 3, el deseo perdido de una mujer por su marido vuelve a aparecer bajo la mediación de la forma inasible de un segundo hombre que la provoca y la enciende, restableciendo el orden original. En El arco, la relación incestuosa entre un anciano y su hija adoptiva, quienes viven en una balsa en altamar -a la deriva de un micro-universo primitivo, estalla en mil pedazos cuando irrumpe la intempestiva presencia de un joven que trae consigo la civilización y con ésta, la imposición de la ley, y de quien la niña pronto se enamora. En El tiempo, a su vez, es la permanente amenaza de la posibilidad de un tercero la que no permite consolidar el vínculo. Y sin bien las tres películas plantean que el amor o el deseo entre dos se constituyen a partir de la negación o de la inclusión de un tercero, no toman los mismos caminos para demostrarlo.
Tanto Hierro 3 como El arco -sobre todo esta última- poseen la fuerza de un fino entramado poético, en el que el sentido está dado por la presencia de las imágenes y no de las palabras. Sin embargo, en El tiempo, Kim Ki-duk opta por dejar a sus personajes hablar más de la cuenta, lo que da como resultado una representación menos interesante y compleja, pues en aquéllas el silencio operaba como un gran catalizador de ideas y la prosa sólo estaba al servicio de puntuarlos; aquí, en cambio, los diálogos se muestran exagerados, obvios y literales, subrayando un sentido que de tan expuesto se vuelve redundante y superfluo. Y este exceso en la mostración alcanza asimismo al delineamiento de unos personajes faltos de matices y de profundidad, cuyas angustias, alegrías y miserias no logran inquietar la sensibilidad de un espectador condenado al distanciamiento.
Aun con estas carencias, la película sirve como disparador de temas, como excusa para pensar qué cosas se ponen en juego en el encuentro amoroso. Por un lado, algo que no responde a una idea racional, sino que se rige por lo desconocido, una atracción secreta entre los amantes como si la fuerza del destino ejerciera un magnetismo entre opuestos; por el otro, la libertad de elección como consecuencia de un acto de voluntad racional. De esta última parecen carecer los personajes de El tiempo, hombres y mujeres que luchan contra lo irreversible. A diferencia de esos románticos empedernidos que habitan en las películas de Wong Kar-wai, convencidos de que el amor es sólo una cuestión de sincronización en el tiempo, una cuestión de circunstancias que nunca sabremos cuánto tiempo más llevará.