RETORNO AL PASADO
Perdido en el traslado
Quienes hayan visto hace unos años el póster que anunciaba la última película de la realizadora Sofia Coppola, Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003), podrán recordar a su actor principal Bill Murray (Bob Harris) sentado sobre el borde de una cama en un hotel de la ciudad de Tokio, su cara de absoluta desazón, su cuerpo invadido de tedio. La bata y las pantuflas terminaban de conformar el cuadro de la imagen perfecta de un hombre al que los años empezaban a dolerle en el cuerpo y en el corazón. Bob encarnaba con precisión la gestualidad de quien se sentía perdido, no sólo como consecuencia de la extrañeza producida por tener que moverse en un ámbito donde el idioma le resultaba ajeno (de ahí la doble lectura del título, pues translation en inglés evoca tanto la traducción, como el traslado del propio viaje), sino también por el momento de la vida que atravesaba en lo personal. Tiempo después, ya no en Tokio, sino en EE UU, ese personaje tan bien representado por Murray en la película de Coppola parece haberse colado en el film Flores rotas (Broken Flowers, 2005) del director norteamericano Jim Jarmusch. Aunque aquí ya no responde al nombre de Bob Harris sino al de Don Johnston; aunque ya no viste la bata y las pantuflas sentado en la cama, sino un jogging con zapatos en un sofá; aunque el primero está casado y con hijos, y el segundo, soltero y sin descendiente conocido. Sin embargo, ambos son hombres aburridos de sus trabajos, que no pueden disfrutar de sus fortunas y que dedican su tiempo a mirar televisión como forma de anestesiar sus padecimientos. Ambos llevan inscriptos en sus cuerpos el mismo estado de desazón, el mismo laconismo e inexpresividad, la misma incertidumbre frente al futuro y el mismo inconformismo respecto del pasado.
En Flores rotas, Jarmusch nos lleva, como en otras de sus películas, a hacer un viaje, un trayecto con varias paradas, pero sin ningún lugar. Aunque aquí ya no se trata de un viaje sin sentido, sin dirección ni motivaciones precisas como suelen encarar los personajes de Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984) o los de Bajo el peso de la ley (Down by Law, 1986). Aquí, una trama clara estructura el trayecto y el relato posee una continuidad mucho más definida que en los films mencionados. Se podría aventurar que Flores rotas es una película un poco más clásica que las que suele filmar el independiente Jarmusch, y que si hay alguien perdido acá, es el personaje y no nosotros, los espectadores.
El mapa de las mujeres
Seis mujeres gravitan juntas y de golpe en la vida de Don Johnston. La primera es Sherry (Julie Delpy) quien lo abandona en el comienzo de la película, harta de esperar que (este) Don (Juan) deje de seguir saltando de cama en cama, desdeñando el hecho de que la suya estaba siendo compartida con ella. Este abandono intempestivo coincide con la llegada de una carta anónima enviada por una mujer, quien, luego de veinte años de ausencia, se hace presente en su vida para darle la noticia de que tiene un hijo cuya edad acredita el paso de todos esos años, y cuyo carácter intrépido lo ha llevado a salir en su búsqueda. Nada hay en esa carta que identifique su origen más que unas extrañas señas particulares: el color del papel rosa y el de la tinta de la máquina con que fue escrita rojo. Claro que Don, como dijimos en un comienzo, no salta de algarabía al conocer el mensaje, así como tampoco grita desesperado por no reconocer ni recordar qué rostro podría tener la madre de su posible hijo. Don simplemente se deja estar, vuelve al sillón en el que yacía cuando Sherry lo dejó y se entrega a la apatía en la que ya estaba inmerso. Sólo la intervención de su amigo y vecino, Winston (Jeffrey Wright), quien le presta apoyo y una logística digna de un detective, lo lleva a emprender el recorrido, ese traslado por diversos rincones del país en busca de las cinco mujeres con quienes estuvo vinculado hace veinte años y con quienes comparte una posible paternidad, al menos, a saber por la carta, con una de ellas.
Una hoja de ruta, un disco con música grabada ad hoc por su travel planning, Winston, así como también la orden de vestir traje y cargar un ramo de rosas en la mano, más los nombres de las cinco mujeres de las cuales de una sólo encontrará su tumba es todo lo que lleva Don consigo para ese viaje hacia su pasado, del que intuimos por su apatía no desea del todo hacer. Es que esas cuatro mujeres y el recuerdo de la ausente operan en él sólo como paradas de un trayecto que no conecta lugares, sino vestigios de su vida, vestigios de lo que un día deseó, vestigios de lo que él fue.
Esas mujeres hacen al recorrido de Don lo que las ciudades a las rutas son los descansos en el camino del personaje; son los lugares donde decide parar en pos de encontrar algo que, por otra parte, ya no obedece al orden del pasado, sino al del presente. Don busca reconocer algo propio en la mirada de esas mujeres que, en algún momento, pasaron por su vida y que supone, suponemos alguna marca le deben haber dejado. Ellas son el espejo en donde se reconoce (y no) Don, en donde indefectiblemente mide la trayectoria de su propio camino.
Aquello que encuentra no sólo es desolador y extraño, sino también diverso y complejo. Don bucea en esos micromundos heterogéneos en donde ellas habitan, observa las decoraciones de sus casas, conecta pequeños detalles y los vuelve a todos indicios o pistas, pues necesita conocer la identidad de la autoría de la carta. Un universo teñido de rosa se le presenta de golpe frente a sus ojos. Y aunque, por momentos, Don parece moverse por inercia, sin motivaciones claras, uno puede pensar que en ese aparente movimiento desmotivado se aloja alguna otra razón más profunda.
Flores rotas, como todas las películas de Jarmusch, es más una película de trayecto que de paradas, aunque con un recorrido determinado que guarda el rumbo de los nombres de esas mujeres. Y si bien ellas estructuran la búsqueda de Don, todos los caminos, sin embargo, están teñidos de algo que en el fondo los asemeja, como si no estuviera viajando en direcciones rectas ni opuestas, sino circulando sobre sí mismo. Como si el viaje no fuera hacia el exterior, sino hacia adentro. Y la imagen con que la película cierra obedece precisamente a este mismo movimiento. La cámara hace un travelling de 360º alrededor de Don, quien, luego de fracasar en un intento de acercamiento a un joven en el que cree reconocer indicios de su hijo, se queda solo y parado en el medio de una calle vacía. Es entonces cuando uno piensa si en realidad todos los viajes, todos los aviones y las carreteras, todas las mujeres que Don buscaba, no tuvieron sino un único fin, el de conducirlo al centro de sí mismo, para devolverle quizás, con el asedio final de la cámara, y como correlato de esa mirada ahora inquietante, algo de su recuperación del deseo y alguna certeza de que su vida, finalmente, no habría sido infértil. Aunque, tratándose de Jarmusch, lógicamente la película no nos lo devele nunca.
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