SI SE CALLA EL CASTOR
El cine industrial norteamericano es, por lejos, el más complejo y rico de la historia del cine universal, capaz de brindar un número extraordinario de obras maestras así como también un gigantesco cúmulo de material olvidable que igualmente llega a las salas del mundo. Pero no hay otra industria ni otro sistema tan capacitado para aunar tantos niveles, variables, ambiciones, locuras, genialidades y mediocridades como ese cine al que todos conocemos como Hollywood. Es sabido, además, que en sus diferentes épocas no ha sido la genialidad lo que se ha buscado en la industria, sino el éxito. Y se sabe también que para alcanzarlo es necesario llenar las salas, y para lograr esto último resulta imprescindible que el espectador se sienta a gusto. Ya sea mediante el terror, la comedia, las lágrimas o lo que fuera, al terminar la función el espectador debe sentirse a gusto. Los genios de Hollywood, desde Hitchcock a Spielberg, pasando por un extraordinario número de cineastas que filmaron en las mismas tierras, han logrado hacer todo esto sin problemas: los resultados artísticos y la satisfacción del espectador conviven en el cine americano de una manera que las demás cinematografías jamás pudieron igualar. Sin embargo, para los cineastas que no son geniales, o simplemente para los mediocres, la búsqueda de esa sensación en el espectador ha consistido habitualmente en no generarle angustia alguna, en no moverlo de los espacios establecidos. El peor defecto del cine industrial norteamericano es la búsqueda de la medianía, algo que nunca podrá ser sinónimo de arte. Y es precisamente por esa búsqueda de medianía que Hollywood muchas veces ha quedado asociado a un cine prefabricado, adocenado, sin complejidades. Si los directores en unas cuantas oportunidades renuncian a su mirada personal, mucho menos riesgo suelen afrontar los actores. Las estrellas del cine industrial en muchos casos le huyen al riesgo. Aunque es importante aclarar que existe también un buen número de estrellas que eligen bien los proyectos y, sin renunciar al arte, consiguen reducir el margen de error. En La doble vida de Walter son dos, y no sólo una, las personas dispuestas a asumir un riesgo importante a favor de la historia que eligieron contar. Sin Jodie Foster o sin Mel Gibson, The Beaver (así es el título original y así hay que llamarla) no sería lo que es. La directora acepta dirigir un proyecto difícil, complicado por donde se lo mire, y se asocia a Mel Gibson, un actor fiel a sí mismo a lo largo de toda su carrera. Los dos saben a qué se arriesgan, y no hay que subestimar el hecho de que detrás de la historia central de The Beaver hay otra lectura posible acerca de la personalidad del actor y su relación con el cine norteamericano. Esa subtrama, de todas formas, es un extra que los admiradores de Gibson podrán disfrutar y valorar, pero no es el centro mismo de la película, aunque sí uno de sus puntos más sutiles e interesantes. Por extensión, la película reflexiona sobre la capacidad creativa sin límites y por el trabajo mismo del actor, capaz de desdoblarse y despertarse detrás de sus personajes. Aunque estos personajes lo terminen consumiendo y devorando poco a poco.
La mitad siniestra
The Beaver es una película sostenida en dos puntos. El primero responde a una idea derivada de R.L. Stevenson y su libro El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde; el otro, a una reflexión acerca de la recuperación de la voz como expresión de la propia identidad. Vayamos por partes. En primer lugar con la idea del doble, con esta mirada sobre Walter Black y ese muñeco siniestro llamado simplemente El Castor (the beaver). El señor Black (sí, negro) tiene una profunda depresión. De su propio padre, dueño de la empresa que ahora dirige él, no sabemos nada. Se dice simplemente que estaba triste y sufrió un accidente, con lo cual asumimos que se suicidó. Walter no hace nada, duerme todo el día y aunque inicialmente intentó salir de ese pozo, su vida parece haber tocado fondo. Todo lo que toca se vuelve negro. En el momento de un suicidio fallido, ocurre entonces algo inesperado. La aparición del muñeco de un castor que él usará en su mano izquierda (la siniestra) liberará fuerzas aletargadas que le permitirán recobrar el timón de su vida. La presencia del castor es indiscutiblemente disparatada, pero como el castor hace todo aquello que Walter no hacía, desde comandar una empresa hasta tener una sexualidad intensa con su esposa, todos parecen aceptar esta locura. Un espectador que no sea obtuso, deberá aceptarla también. Como Mr. Hyde, el castor es siniestro e inquietante, pero tiene más energía que en este caso- el depresivo Walter. La simpatía de la situación y el acento del castor le darán al comienzo un encanto y un carisma que un depresivo difícilmente tendría. Pero como en Mr. Hyde, las fuerzas liberadas a través de él se convertirán en una incontenible fuerza megalómana que lo llevará a querer destruir al propio Walter. Como ocurría con el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Walter y el castor son la misma persona, por lo cual intentar destruir a uno es destruir a los dos. En esa montaña rusa que cierra el film y que es el lugar que estudia y enseña Meredith, la esposa- está la idea de que las subidas y las bajadas son parte de la vida y que detrás de la euforia vienen los inesperados bajones. Meredith lo sabe, no solo por experiencia, sino porque es la narradora del film en su condición de directora. Ella es la diseñadora de todo. Foster, la directora, se asoma al abismo de lo siniestro en tonos imposibles para el cine norteamericano actual. Por más que ella narre dentro de los parámetros industriales, la película consigue expresar con indiscutible claridad la locura de Walter y lo verdaderamente enfermo de las situaciones que el film muestra. En su tercer film como directora, Foster se adentra en un terreno nada seguro y un espacio poco complaciente.
Tú, mi castor y yo
Al mismo tiempo The Beaver cuenta la historia de dos personajes: la del padre, Walter, y la del hijo, Porter (nota: Porter se llamaba el personaje protagónico de Payback, uno de los mejores film protagonizados por Mel Gibson). Porter tiene dos características destacables. La primera es una obsesión por todo aquello que lo hace parecido a su padre y que por lo tanto lo angustia y enoja. La otra es la de ser experto en escribir monografías para otros compañeros, imitando su estilo y buscando reproducir su mirada del mundo. Porter no quiere parecerse a su padre pero consigue escribir de forma tal que se convierte en otros. Una especie de camaleón a sueldo que metaforiza su voz acallada y reprimida. Y una capa más se le agrega a este tema, ya que Norah, una estudiante brillante, le pide que escriba su discurso de graduación. Es la gota que rebalsa el vaso para Porter, porque él no va a tolerar que una persona como ella reprima su propia voz. El querrá que ella encuentre su propia voz, a la vez que él no se anima a encontrar la propia. Y todo esto funciona como espejo de Walter, quien no podrá hablar sino a través de un muñeco. La recuperación de la voz es el lado más luminoso de la historia, aun cuando se trate de personajes atormentados, con profundas heridas en su corazón. Tal vez en su condición de jóvenes, Porter y Norah, pueden al final del film correr de la mano felices. Pero Walter ha atravesado un infierno muy distinto. Su oscuridad ha ido de lleno hacia la locura y es difícil de precisar si su regreso será definitivo. Hay algo en el hospital de las últimas escenas que remite a la clínica donde está Scottie, el protagonista del film Vértigo. No se trata necesariamente de una cita, sino de que remite a una clínica donde el personaje se tranquiliza, pero no necesariamente se cura. A esta ambivalencia abona aún más el cierre la película. El plano final de The Beaver es tan brillante en su capacidad de resumir significados como ambiguo a la hora de cerrar la historia. Mientras Meredith, Walter y el pequeño Henry comparten un momento de alegría subidos al carro de una montaña rusa, comienzan a descender hasta entrar en un túnel, donde la familia Black desaparece en la oscuridad total. Y si bien cerrar en negro es una buena forma de terminar un film, en este caso es la entrada al siguiente período de oscuridad, posiblemente inevitable, de la existencia humana.