Las intrigas palaciegas han sido un espacio ideal para un cine de época solemne y acartonado, siempre acompañado de fastuosos vestuarios y escenarios, con actores disfrazados sobreactuando hasta el límite del o tolerable. Pero es un poco injusto que sea así, ya que esas intrigas suelen encerrar reflexiones sobre el poder y las relaciones entre las personas. En una época a este cine se lo llamaba de qualité, con su aparente profundidad de realismo psicológico, siempre subido a los hombres de grandes nombres de la literatura, el teatro o la historia para autoproclamarse como arte superior. A pesar de que hace más de cincuenta años que se ha revisado la historia del cine y se ha evaluado hasta qué punto este arte llamado superior es en realidad una forma pobre de hacer películas, aun hoy hay directores que se las ingenian para volver a vender el mismo viejo buzón. Si uno se asoma gritando a los cuatro vientos que es el nuevo gran cineasta y que sus películas son superiores al resto, es posible que nadie se preocupar por cuestionarlo y la aprobación entre los críticos y los premiadores sea casi instantánea.
Está claro que La favorita no es la clase de qualité hace décadas, sino uno renovado, con nuevo trucos y efectismos. La película, por decirlo de forma apresurada, está más cerca del abyecto Peter Greenaway que del pomposo Franco Zeffirelli, aunque ambos podrían citarse como influencias. Lo mismo para el Amadeus de Milos Forman y –perdón por la comparación- el Barry Lyndon de Stanley Kubrick. Pero a no dejarse engañar, estos dos últimos films han tenido más honestidad cinematográfica que el director Lanthimos y la película que acá analizamos. El director utiliza recursos modernos y abusa de ellos, pero eso no lo aleja del qualité, solo lo hace entrar en el siglo XXI galopando sobre esta forma de hacer cine desde hace medio siglo ya perimida.
Y no es que la historia no valga la pena, al contrario. Pero de eso se trata, Lanthimos toma una gran historia y construye una película con una buena carga de sordidez, golpes de efectos y una estudiada y nada sincera vocación de aliarse con la ideología de los tiempos que corren ahora, no en la Inglaterra de comienzo del siglo XVIII.
Inglaterra está en guerra contra Francia. La reina Anne (Olivia Colman), ocupa el trono, pero su salud está deteriorada. Su amiga Lady Sarah (Rachel Weisz) toma las decisiones más importantes en su lugar. Por su estado físico y mental, la Reina se lo permite. Pero entonces llega una nueva sirvienta llamada Abigail (Emma Stone). Su aparición en el palacio trastocará todo, cuando al ayudar a la Reina con su enfermedad consigue su favor. Estas dos mujeres lucharán por la Reina y por conservar o aumentar su poder en el palacio. Hay que repetir que la historia no está mal.
Pero Lanthimos tiene la necesidad de utilizar recursos cinematográficos y diferentes técnicas para recordarnos que estamos frente a una película. No se trata de una bella utilización del gran angular, más bien se ve como una cámara de seguridad puesta en algún rincón del palacio. Todos tienen el visto bueno para el exceso actoral y no hay plano que no pida a gritos un premios al mejor vestuario o mejor dirección de arte. Pedir premios y que se note es el peor pecado que puede tener una película.
No se le cuestiona al director su desprecio total por el ser humano y su poco fe en los vínculos, cosas que ya demostró en films anteriores a este. Sí es un poco ridículo su insistencia y repetición en la sordidez. Como si acaso la única forma de mostrar un mundo horrible sea filmarlo de forma horrible, como si descuidar aunque sea por un segundo el grito permanente de las ideas del director amenazar con que estas no se entiendan. Los espectadores ya hemos visto pasar esta clase de vendedores de chucherías. Duran unos años y luego nadie desea volver a ver sus películas. Pero para entonces ya se aseguraron su prestigio, tan desesperadamente buscado, siendo siempre el cine el sacrificado en esa ceremonia.