Peliculas

LA NIÑA SANTA

De: Lucrecia Martel

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Que la opera prima de un director muestre la madurez con la que hace un par de años nos sorprendió La ciénaga es un hecho poco frecuente; en general, éstas suelen ser un conjunto de buenas ideas con formas a pulir. Ahora bien, que una segunda película pueda sostener dicha madurez es ya un milagro que da cuenta de que, detrás de esas imágenes hay una “cámara lúcida”, una mirada inteligente. Lucrecia Martel ha recorrido este singular camino con sus dos films: el ya citado, y ahora La niña santa. Como aquél, éste también adopta la forma de un relato coral en el que todos los personajes, en mayor o menor medida, se mueven por un deseo que no siempre es el que se palpa en la superficie sino el que subyace por debajo de ésta y la desborda.

La niña santa es la historia de Amalia, una adolescente en busca de alguna revelación místico-religiosa, que accederá sin embargo a una revelación más carnal que espiritual. Es también la historia del Dr. Jano (Carlos Belloso), médico que en ocasión de un congreso de otorrinolaringología irá a parar al hotel de provincias en que habitan Amalia y su madre, Elena (Mercedes Morán, inmejorable) y que conformará el vértice de un triángulo que se tornará circular pues ellos no son más que el emergente de todo aquello que corroe a la generalidad de los personajes. Hay claramente una puesta en escena de la hipocresía de una sociedad en la que los deseos circulan en forma centrípeta. No es casual entonces, que el escenario de esta historia sea un hotel, lugar de tránsito por antonomasia, lugar donde reposar y desposar. En este espacio la directora ubica a sus personajes, y allí permanecen, bordeando o sumergiéndose en las piletas termales, especie de Tártaro en cuyas aguas se agitan las tensiones y los deseos más profundos. Tampoco es casual que el personaje a través de quien Amalia reciba el contacto erótico-esotérico sea Jano, émulo del dios romano cuya cabeza bifronte simboliza la capacidad para encender y apagar el sol (léase: la luz, el deseo).

Toda la película destila un clima similar al de La ciénaga; digamos que es el retrato de la misma sociedad, con cuestiones que vuelven en lo temático, aunque con algunas diferencias en el tratamiento de los elementos (aquí, por ejemplo, casi no hay escenas en exteriores, lo cual enfatiza el clima de encierro que padecen sus personajes). Se puede decir, sin lugar a dudas, que hay una mirada que emparenta a ambos films y que está dando cuenta de la existencia de un universo personal. Esta presencia, asimismo, se hace explícita en los respectivos finales, tanto el de La ciénaga como el de La niña santa. Advertimos que Martel posee una particular manera de clausurar sus relatos, y es en ese lugar en donde también se evidencia su escritura.

Gran parte de ese universo tiene que ver con una especial forma de retratar, de acercar su lente a esa clase media provinciana que tan bien conoce la directora. En ambas películas, casi todos los personajes experimentan el deseo de manera muy singular y se relacionan con el mismo en forma casi infantil. Los lazos se articulan de forma tal que siempre circula algún matiz, latente o puesto en acto, de promiscuidad. Aunque quizás no sea del todo exacta la elección de este término para definir esos vínculos que los cuerpos entreveran puertas adentro, pues lo promiscuo está emparentado con lo pecaminoso, aquello que se sabe prohibido y sin embargo se hace igual. Más acertado sería hablar de un modo de relacionarse entre un grupo de personas en donde parecería que no se halla instaurada aún la ley del padre. Una especie de sociedad pre-mitológica, cuyos miembros se encuentran un poco a la deriva, buscando algún límite o borde que los contenga.

Hay un protagonista casi excluyente en La niña santa y de cuya presencia tomamos nota en dos niveles. Por un lado en el orden temático, por el otro, en el estilístico. Ese elemento clave es el sonido. La excusa, o más bien, el motivo por el cual los personajes convergen al encuentro tiene como centro, tal como he mencionado, un congreso de otorrinolaringología, ámbito en donde la pregunta acerca del “oído” y su consecuente “escucha” halla el espacio obligado en el que desplegarse.

Asimismo, de todos los elementos que Martel trabaja al desarrollar la puesta en escena, es precisamente en el uso que hace del sonido en donde se subraya en gran medida la intensidad dramática del relato. Hay una exacerbada, tanto por su ausencia como presencia, utilización del sonido. Y cuando éste se hace presente es siempre en estado puro. De hecho no se incorporan en ningún momento sonidos extradiegéticos, aunque no por ello debe entenderse que todos los sonidos tienen la correlativa presencia de su fuente en el cuadro. Al contrario, mucho de lo que escuchamos proviene del fuera de campo.

Este parecería ser un rasgo bastante marcado en la filmografía de Martel, basta recordar como ejemplo el clima de tensión que se generaba en dos escenas memorables de La ciénaga. Ambas transcurrían en el monte y tenían como protagonistas a los niños que salían de caza. Dichas escenas carecían de gran interés para el desarrollo de la trama pues no eran necesarias para el avance del relato, aunque sí para otorgarle mayor vehemencia dramática. Nada de lo que allí se oía tenía su correlato con la imagen; sin embargo, este contrapunto cargaba a los planos de un especial clima de violencia. Es que esta presencia desde la misma ausencia amplía el ámbito del universo diegético, le otorga volumen y perspectiva sonora. Lo expande de manera tal que todo el espacio circundante opera como una gran caja de resonancia.

La pregunta por el sonido también acecha a los personajes. Es en Elena en donde se va a poner en cuestión la presencia sintomática del sonido. Su patología no consiste en oír de menos sino en oír de más (aunque paradójicamente sólo pueda ver de menos). Va a ser entonces, en el lugar de la representación, de la puesta en acto de ese exceso, en donde va a salir a la luz algo que tiene que ver con la vulnerabilidad: Elena no hace más que presentar su propio punto vulnerable cuando se interpreta a sí misma exponiendo en su desnudez la discapacidad auditiva que la aqueja.

Queda para el final el rasgo quizás más importante de La niña santa, aquel que termina de convalidarla como una gran película: todo en el film da cuenta del proceso de madurez de su directora. Todo aquello que en La ciénaga cobraba intensidad por lo trágico, aquí está atravesado por el matiz del humor. Y no es poca cosa, poder abordar lo trágico o lo “serio” desde otro lugar. Martel dobla la apuesta, se distancia del tono serio y se anima a posar su mirada sobre esa Salta tan personal bajo una lente distinta, más distendida, aunque no por eso menos insidiosa. Tal vez sea ahí, en el paso de la tragedia a la comedia, en este hacer del exceso un modo de gozar, donde se resume en gran medida la lucidez de la película y de su directora.