LA LEY DE LA FRONTERA
La historia del hombre está necesariamente constituida por hechos fundacionales, acciones que determinan el comienzo o el origen de alguna cosa. De todos ellos, algunos resultan más determinantes que otros. La fundación del territorio es históricamente una de las más significativas por las consecuencias que acarrea para sí y para el entorno. La historia del hombre es, a su vez, la historia de sus fronteras. Por otra parte, la forma en que éstas se delimitan no siempre es a través de acuerdos consensuados, pacíficos y felices. Sino, más bien, lo contrario. Aún hoy, a más de cinco mil años de que el hombre debiera abandonar su carácter trashumante para instalarse en un lugar fijo en donde producir sus alimentos, continuamos siendo testigos de sangrientas disputas en aras de imponer o deponer la puesta de límites a los territorios. En estos escenarios de horror se libra una batalla entre la ley jurídica y la de la selva. Medio Oriente es un buen ejemplo de la primacía de esta última. Pero, como en todo, hay contextos más hostiles que otros.
En una de las tantas películas del director israelí, Amos Gitai, llamada Zona libre (Free Zone, 2005), podemos observar el extraño comportamiento que se produce en un punto bastante neurálgico del conflicto que allí se libra. Hay una región situada al Este de Jordania que, por cuestiones económicas e impositivas, agrupa a países con posturas tan disímiles, como Israel, Siria, Irak, Egipto y Jordania. Ciudadanos procedentes de esos territorios contiguos -que no establecen relaciones diplomáticas entre sí por hallarse en guerra- cruzan sus fronteras para concurrir a esa “zona libre” de aduanas e impuestos, en donde efectúan transacciones comerciales en un clima de paz.
Parecería que, paradoja mediante, a veces las cuestiones económicas acercan posturas, allí donde otras -como la religión o la ideología- sólo se ponen al servicio de acentuar diferencias. Acerca de éstas versa el film La novia siria, una coproducción francesa, alemana e israelí, dirigida por el director israelí Eran Riklis, quien con inteligencia y sentido del humor logra introducirnos en el meollo de un conflicto tan real como oprobioso.
Una boda, pronta a celebrarse entre una joven drusa, Mona, originaria de las alturas del Golán y un muchacho sirio,Tallel, que habita en la ciudad de Damasco, capital de Siria, le sirve de excusa al realizador para poner en escena las consecuencias más absurdas de una disputa que se remonta al origen de esa lucha fundacional.
La región de los Altos del Golán estuvo controlada por Siria desde la Primera Guerra Mundial hasta el año 1967 en que, luego de la Guerra de los 6 días, Israel, habiendo vencido el ataque de Egipto y Siria, anexó la zona a su propio territorio y ejerce desde entonces jurisdicción en dicho sitio. A partir de ese momento, los sirios abandonaron el lugar, pero quedaron algunos drusos distribuidos en cuatro aldeas. Esta minoría religiosa, que no pertenece a ningún país árabe, así como tampoco es reconocida oficialmente por el Islam, habita en territorio israelí y posee pasaportes emitidos por dicho Estado, sin embargo, esos documentos los califican como ciudadanos de “nacionalidad indefinida”.
Aunque no se puede pecar de ingenuos, las diferencias no sólo provienen de cuestiones ideológicas o de un simple capricho por aferrase a un territorio por cuestiones sentimentales. Siempre hay en juego alguna cuestión económica; es por ello que no se puede desdeñar la ubicación estratégica de la zona, una región dedicada a la actividad agrícola -con énfasis en la producción a gran escala de manzanas de una calidad inigualable.
La novia siria se sirve de los recursos que brinda el cine para contarnos alguna de las consecuencias que sufre esta gente, a mitad de camino entre su identidad y su nacionalidad.
Mona pertenece a una familia en donde la religión gobierna las decisiones. El padre, quien ha estado preso por el gobierno israelí como consecuencia de su lucha política, imparte las reglas en una familia en la cual las mujeres tienen confinados sus destinos a la sombra de la figura de los hombres, y éstos, a la de su grupo de pertenencia. Pero como siempre que se hacen leyes, se hacen trampas. Entonces, nos enteramos que así como Israel desconoce, de alguna manera, los derechos de los drusos; los drusos, a su vez, desconocen los de los con-nacionales que infringen sus leyes internas. Es por ello que el hermano de Mona, quien ha emigrado a Rusia, se ha casado con una mujer de otra religión (que, encima, es médica) y ha tenido un hijo con ella, no es más bienvenido en la casa paterna. Del mismo modo, su hermana, el personaje más cercano a Mona desde lo afectivo y quien la asiste en los momentos en que la angustia y la realidad parecen arrebatarle la ilusión de casarse, es rechazada por su propio marido como consecuencia de sus “pequeñas” y silenciosas rebeliones: aceptar la relación que mantiene la hija de ambos con un joven que posee vínculos en el gobierno israelí, no cargar velo, vestir pantalones o, simplemente, manifestar su deseo de estudiar una carrera universitaria.
El nudo de la historia y de sus matices se desencadena durante el día de la boda. Los novios aun no se conocen personalmente, sino sólo a través del correo electrónico y la TV (Tallel es una estrella de telenovelas en Siria), pero su unión ha sido pautada por las familias y ambos demuestran un fuerte anhelo por llevarla adelante. Aunque para Mona el casamiento guarda implicancias poco felices. Es que el complejo entramado de leyes que rigen en esta sensible frontera establece que, cuando un druso sale de los Altos del Golán (territorio israelí) para ir hacia Siria no puede luego retornar a Israel. De esta forma, una vez que Mona se case ya no volverá a ver a su familia de origen. Pero el conflicto mayor de la historia no estriba sólo allí.
Una vez tomada esta decisión y frente a la presencia de ambas familias, quienes recién se conocen cuando llegan a la frontera -un espacio demarcado por dos casillas precarias, un camino de cemento y un muro de alambre de púa- el agente de la aduana israelí le estampa a Mona en su pasaporte un sello de salida que, luego, del otro lado del alambrado, no es reconocido por el funcionario sirio, quien se niega a aceptar que Mona haya salido de Israel, toda vez que para Siria, los Altos del Golán sigue siendo territorio sirio. Como consecuencia de ello, la joven queda atrapada en los andamiajes perversos de una burocracia que no sólo se caracteriza por ser compleja, sino que además se erige como el máximo exponente de la estupidez. Y en el medio de esta tensión belicista, entre la novia en Israel y el novio en Siria, somos absortos testigos de las idas y vueltas de una joven francesa, representante de la ONU, que busca mediar entre esas absurdas políticas migratorias, pidiéndole al sirio que acepte el sello y al israelí que le haga el favor de borrárselo. Una buena metáfora de la impotencia que a veces padecen los organismos internacionales (como la ONU o la Cruz Roja Internacional) frente a las posturas beligerantes y obtusas de los países en conflicto.
El director aprovecha al máximo el absurdo de una situación que excede la previsión de cualquier argumento ficcional para pintar un cómico fresco de un universo en el que la realidad, esa construcción tan faliblemente humana, se nos desnuda cruel y ridícula.
Sin embargo, La novia siria no habla únicamente de fronteras territoriales, sino también de otras que el hombre construye hacia adentro, en su mente, en su consciencia. Así pues, sobre el final, nos damos cuenta de que no es sólo una mujer la que se anima a cruzar el límite prohibido, sino que son dos. Por eso, en el cierre, la película no elige quedarse con el plano de Mona mientras camina decidida a cruzar los límites territoriales, esas líneas dibujadas con púas, cañones y lanzas. La cámara decide, en cambio, seguir a su hermana, en cuyo rostro leemos la satisfacción de quien se ha animado a trasponer otra frontera, la propia, la de los miedos, la de los prejuicios, la de las costumbres, esa que tampoco permite -luego de atravesada- dar marcha atrás. Pero no porque rija alguna ley que impida volver, sino porque el retorno es ontológicamente imposible. Esa mujer, que había vivido a la sombra de un marido, de un padre y de una comunidad, adquiere de golpe las agallas necesarias para salir de la opacidad y del ostracismo de la frontera propia, rompe con el imperativo categórico que había gobernado su vida privada y se anima a ir más allá de sus confines. Es lógico que ya no quiera ni pueda volver atrás. Y la película se encarga, con apenas un gesto, de hacérnoslo saber.