LETRA Y MÚSICA
Genio y figura
La historia del arte está constituida no sólo por un sinfín de obras vinculadas a las letras, la pintura, la escultura, el cine, la música y demás disciplinas artísticas, sino también por los nombres de los hombres y mujeres que las producen. En general, las obras se elevan por encima de sus creadores, de hecho, gran parte del arte antiguo está conformado por manos anónimas o por falsas adjudicaciones que encubren el deseo o la imposibilidad de que un nombre salga de las sombras. En esos casos, las obras se expresan por sí mismas y casi siempre pueden dejarse desentrañar a la luz de las épocas que las vieron nacer. Sin embargo, es posible rastrear algunos ejemplos de artistas, cuyas vidas han cobrado mayor trascendencia que sus producciones, ya sea porque sus personalidades poseían matices que los colocaban en el centro de la atención o bien porque ellos mismos -o quien los haya descubierto- se dispusieron a construir e imprimir su leyenda.
El músico alemán Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770- Viena, 1827) ha pasado a la historia no sólo por haber legado una prolífica y prodigiosa obra artística y haberse convertido en el precursor de la transición del clasicismo al romanticismo, sino también por haber poseído una personalidad con ribetes impredecibles, que le permitió tanto desafiar los límites que el entorno le imponía, como vencer las imposibilidades internas y convertir en aguzados dos oídos que paradójicamente- oían cada día menos.
Ardua tarea, entonces, la de los cineastas que quieren dar cuenta de la vida y obra de estos genios, pues en ese innegable recorte que implica el ejercicio de poner en imágenes una historia es posible que no llegue a darse cabal cuenta de la inmensidad de un obra, y por el contrario, a veces el interés por ser fieles a la fastuosidad de la producción artística hace que se desdibuje la magnanimidad de una vida.
La historia del cine posee ejemplos de los más variados y con resultados diversos. Amadeus, de Milos Forman, el biopic sobre Wolfang Amadeus Mozart, es uno de los pocos casos en donde la perspectiva de la mirada del director abarca tanto a la obra como a la vida del músico en igual proporción.
Imágen y sonido
La directora polaca Agnieszka Holland (Europa, Europa; Olivier, Olivier; El jardín secreto) se propuso en su film La pasión de Beethoven una tarea más pequeña e humilde que la realizada por Forman, pero con el mismo resultado, aunque claro, sin la ambición de pretender abrazar en apenas cien minutos y con obsesiva minuciosidad la totalidad de la vida y de la producción de un artista que se halló muy por encima de su tiempo y de sí mismo.
Holland elije acortar su mirada y hacer foco en apenas un fragmento de la existencia de Beethoven (interpretado por un excelso Ed Harris), el que va desde 1824 hasta 1827, año en que se produce su deceso. Durante ese período, el músico que vivía en Viena, el centro de la cultura europea en esa época- compuso su aclamada Novena Sinfonía y sus últimos cuartetos (incluida La gran Fuga), todas obras de fuerte raigambre antiacademicista. Sin embargo, estas piezas, que se convirtieron en claves para la inspiración de futuros compositores, fueron realizadas en las peores condiciones de salud, física y mental, de su creador. Por esos años, Beethoven ya se había vuelto completamente sordo, situación que lo atormentaba en profundidad no sólo por todo lo que había dejado de oír, sino porque ese silencio en el que se había sumergido para siempre estaba plagado de sonidos que lo perturbaban. Y si bien esta imperiosa necesidad de expulsarlos hacia afuera fue una gran fuente inspiradora, se convirtió también en el origen de un profundo cambio en su estética, en un verdadero desafío a la belleza, pues pasó de crear música a partir del sentir de su alma a hacerlo a partir del sentir de sus vísceras.
La directora parte de estos hechos para construir a su alrededor una historia de ficción que le permite mostrar la sordidez de la vida de Beethoven, a la vez que la grandeza de la obra producida bajo tan adversas condiciones. Así pues, la película se centra en la relación que se establece entre el músico y una joven, llamada Anna Holtz (Diane Kruger), quien, deseosa por abrirse camino en el universo de los grandes maestros, acude a brindarle su ayuda. Anna logra vencer los prejuicios de un Beethoven poco tolerante y bastante misógino, y a fuerza de estoicismo se gana poco a poco su confianza y afecto, hecho que le permite convertirse en su copista primero y más tarde en su ayudante de dirección cuando éste presenta al público La Novena Sinfonía, en la que se convierte en la escena central de la película por su extensión y la belleza dramática de su composición.
Sin embargo, la película no se destaca necesariamente por acercarnos una historia emotiva, sino por la forma en que elige hacerlo. Aquí está el gran mérito de su directora, ya que logra a través de recursos puramente cinematográficos construir esa doble complejidad, la de un hombre atemorizado por una profunda soledad, herido y sufriente, que se arroga la capacidad de dialogar con Dios de igual al igual y que mientras con sus manos da las últimas puntadas a los pliegues de su obra magna, con sus oídos libra una batalla sin tregua.
El comienzo y el final del film son como las dos puntas de una acertada operación artística (de Holland, claro, no de Beethoven, aunque hay que reconocer que su música ayuda) obtenida a partir de un ajustado manejo de la cámara y de una elocuente secuencia de montaje descriptivo. La película comienza con una Anna abatida que viaja para estar junto a su maestro durante los últimos instantes de su vida. En ese momento, el carruaje que la conduce pasa cerca de un niño que se halla tocando el violín; esas notas que vibran lejanas empiezan a repercutir en el interior de Anna y recién entonces ella logra oír aquello que Beethoven había querido transmitirle cuando le explicaba el sentido de la música. La melodía que el viento trae a sus oídos le despierta su capacidad para comprender por qué una composición musical puede hacer del tiempo algo atemporal en el cual vivir eternamente. Ya sobre el final de la película, cuando desde su lecho de muerte Beethoven le dicta su última pieza pensada en agradecimiento a Dios por dejarlo terminar su obra- los espectadores logramos resignificar esa intensa primera escena. Holland nos demuestra así que el cine posee recursos artísticos propios que permiten hacer música tanto con las imágenes como con las palabras. Y que a veces basta con detener la mirada en un pequeño segmento de la vida y la obra de un genio para pintar toda la grandeza de su universo, y del nuestro.