Se le llama terror elevado a aquel que no se conforma con pasar de forma adocenada por los lugares comunes de las diferentes modas del género. El terror elevado es aquel que tiene intenciones artísticas profundas y complejas, tanto en la forma como en el contenido. Estas películas pueden participar de festivales prestigiosos y obtener el beneplácito de una crítica que siempre fue enemiga de las películas de terror. Elevado no significa moderno ni incomprensible, pero en la última década, donde ese término comenzó a usarse, lo elevado suele venir de la mano de ideas pretenciosas, a veces en función de una gran historia de miedo, a veces al servicio del ego del director y la demagogia de tener fans intelectuales amantes del cine de autor. No hay demasiado riesgo, porque los amantes del cine de terror tradicional siempre están dispuestos a recibir más exponentes de su género favorito, sean como sean estos.
La sustancia (The Substance, Gran Bretaña, 2024) es la apoteosis del terror elevado y pretencioso que no confía ni en el género ni en sus propias herramientas cinematográficas. Se vende como la película de terror del año y la historia del cine del siglo XXI nos ha enseñado que si alguien se vende de una manera, es comprado de esa manera. Pero La sustancia está muy lejos de llegar a ofrecer las características de una obra maestra, ya sea esta clásica o moderna. Se mueve por terrenos gastados y propone ideas muy simples a las que termina hundiendo para distraernos con un show de alto impacto. Es, literalmente, una película extremadamente superficial. Eso sí, grave, exagerada, sangrienta, violenta, todo para lograr el engaño perfecto. Pues misión cumplida, la ola alrededor este largometraje ha sido la soñada por cualquier realizador. Incluso ganó un premio a Mejor Guión en el festival de Cannes. Desopilante.
Los temas de La sustancia están a la vista. Elizabeth Sparkle (Demi Moore) una estrella de la televisión que ha triunfado con su programa de aerobics ha llegado a una edad en la cual el jefe (Dennis Quaid) quiere sacarla del medio. Cincuenta años son demasiados para la exigencia de edad de la cadena. Deprimida por la situación, Elizabeth se encuentra con una misteriosa propuesta de un misterioso laboratorio: una sustancia que le devolverá la juventud perdida. Una versión más bella y más perfecta, según la promesa que recibe. Ella acepta, aunque es evidente que detrás de todo hay una consecuencia no manifestada por este diablo de la eterna juventud. Cuando la sustancia llegue a su cuerpo, la nueva Elizabeth será literalmente otra, una joven que decide llamarse Sue (Margaret Qualley) y que se convierte al instante en superestrella de la televisión, convertida en un fenómeno total. Luego, claro está, la pesadilla que comenzó allí, será un horror sin límites.
Cualquier persona con dos dedos de frente puede salir del cine diciendo que estamos frente a una denuncia acerca de las exigencias de belleza de una sociedad patriarcal, machista y violenta con los cuerpos femeninos. Todos pueden decir que les gustó la película, porque al hacerlo quedará claro que están en contra de esa sociedad y respaldan las ideas correctas. Una tesis muy obvia y un chantaje para colocar al espectador en un lugar inequívoco, petrificado, sin discusión posible. Todo lo contrario a la complejidad y el análisis. Bien, todos nos dimos cuenta de lo que la película quiere decirnos. Para eso, el personaje de Dennis Quaid es mostrado con un gran angular deformante, para que se vea repugnante y nadie pueda dudar de que representa lo malo. ¿Se imaginan que pasaría si tuviera un matiz este personaje? Inaceptable para la directora y guionista Coralie Fargeat, la responsable principal de la mediocridad de este largometraje.
El tema de la sustancia es tan viejo como la humanidad, no vamos a pedirle a ningún director que haga obras surgidas de la nada. La eterna juventud ha sido un tema desde siempre. El cine y la televisión lo han explotado de mil formas. Generalmente la estructura de cuento moral es la que mejores resultados ha dado. Alguien no quiere envejecer y toma una decisión que termina jugándole en contra de forma terrible. En las últimas décadas esto se ha focalizado en las mujeres, culpando no a la persona que toma la decisión sino al entorno que la empuja a ello. Se ha desplazado la culpa del individuo a la de la sociedad. El individuo -la mujer- ha dejado de ser culpable. Los hombres son los responsables del horror en La sustancia.
En 1959 nada menos que Roger Corman hizo una de sus clásicas películas de terror y ciencia ficción clase B: La mujer avispa (The Wasp Woman) donde los cánones de belleza llevaban Janice Starlin (Susan Cabot) a la fundadora y dueña de una fábrica de cosméticos a probar una sustancia experimental. Le han dicho a Janice que las ventas de los productos han caído porque siendo ella la imagen de la empresa, los clientes no creen que los cosméticos funcionen correctamente. Empujada por hombres y mujeres de la empresa, ella termina rejuveneciendo primero y transformándose en un monstruo después. En 1988 se hizo una especie de remake de esta película, llamada Rejuvenatrix (también se la conoce como The Rejuvenator) y cuyo afiche decía: “La fuente de la juventud para los muertos vivientes”. En una especie de Sunset Blvd del horror ochentoso, la protagonista es Elizabeth Warren (Vivian Lanko) una rica estrella de cine que durante años ha financiado a un científico para que encuentre la fórmula para la fuente de la juventud. Warren ya no es llamada para roles protagónicos y desea recuperar el tiempo pasado. El tratamiento lleva a consecuencias muy parecidas a las que vemos en La sustancia y hasta el final, la película del 2024 parece un plagio a cielo abierto, tomando todo lo que le sirve, incluso el cierre. Pero ni La mujer avispa ni Rejuvenatrix son tan lloronas y baja línea. Eso sí, ambas se hicieron antes y, aunque no son grandes películas, están disponibles para ser vistas realizadores sin ideas nuevas.
La sustancia tiene razón en muchas de sus ideas, pero no sabe qué hacer con eso. Es bien 2024 porque se concentra más en el resentimiento que en otra cosa. Pocas películas han sido tan crueles con sus protagonistas como lo es La sustancia. Quiere expresar la crueldad de la sociedad pero la directora es mucho más cruel que aquello que acusa. Expone los cuerpos reales de las dos actrices centrales y los convierte en un objeto, justamente lo que dice criticar. El sadismo de Coralie Fargeat puede que no sea machista, sino tan sólo cinematográfico, pero es sadismo al fin. Habrá premios y felicitaciones para ambas protagonistas, pero por someterse a aquello que critican. No veo coraje, veo contradicción. Los hombres que trataron esta historia antes fueron más generosos con las mujeres que esta directora.
Las primeras escenas ridículas de las muchas que tiene La sustancia me hicieron pensar en la inverosimilitud ya no de Roger Corman sino de William Castle. Desde El aguijón de la muerte (The Tingler, 1959) que no se veía un guión tan ridículo. La diferencia es que Vincent Price y su director sabían cómo hacer de la locura algo divertido y reírse de sí mismos. En La sustancia el humor está prohibido. En el mundo actual lo está. ¿Pero acaso no es una sátira? No, no lo es porque no tiene humor. Las transformaciones parecen ser una cita a una comedia, El profesor chiflado (The Nutty Professor, 1963) de Jerry Lewis. Pero una vez más, sin humor. Pero no todo está mal en La sustancia, la directora construye algunos momentos buenos y sabe como lanzarse en un par de momentos a un exceso que le juega a favor. Todos los cinéfilos del mundo pensarán en David Cronenberg al ver La sustancia y lo bien que hacen. El horror físico, el horror de la carne del director canadiense es una referencia inevitable. El camino del exceso puede conducir a buenas películas pero no es el caso. No es fácil hacer cine actualmente, mucho menos para personas que sienten la necesidad de comprometerse con las ideas de moda. La temática de La sustancia no es nueva ni ha perdido su vigencia, pero de alguna forma la película la hace verse vieja, fuera del debate actual, como si se tratara de un experimento de laboratorio donde ni un solo germen de realidad pudiera entrar para complejizar la historia a la directora.