Estela y su madre Clota deben viajar desde Junín, donde viven, hasta la localidad de Costa Bonita, en Necochea, para ver unos departamentos que el padre de Estela le dejó. Con ese punto de partida arranca esta película con un tono siempre teatral en las actuaciones y un clima claustrofóbico e irreal que va aumentando escena tras escena.
El único personaje que se suma a ese dúo es uno de los chóferes del micro en el que viajan. Son ellos tres los únicos habitantes de este film que parece teñirse de un clima de pesadilla mientras la madre, ya mayor, despliega toda su maldad sobre la hija, como intentando despegarse definitivamente de ella.
Las primeras escenas, artificiales en un mal sentido, alejan al espectador y la hacen parecer una película argentina prehistórica, de esas que hace cuarenta años atrás atormentaban a los espectadores del cine nacional. Pero luego, poco a poco, la realizadora va desplegando su juego y logra no pocos buenos momentos. Aun así, con todo lo dicho, está todo forzado para la tesis principal de la película, tal vez con una extensión mayor a lo que la historia requería.