De un tiempo a esta parte el cine de género ha comenzado a pisar fuerte en el cine argentino. Más en cantidad de películas que en la taquilla, hay que decir. Los cineastas han encontrado una forma de expresar sus ideas a través de las reglas que los géneros marcan. Argentino ha sabido tener pocos pero muy variados westerns en su historia, desaprovechando así un género que podría haber tenido cientos de films con los paisajes y los temas que allí se ofrecen.
Pero a diferencia del terror, donde los temas son personales y muy distintos entre sí, en los westerns argentinos actuales siempre se termina imponiendo la bajada de línea y el discurso por encima de la narrativa de los grandes espacios que aquí en Argentina se podrían aprovechar. No son westerns visuales, son westerns hablados Una de las mejores cosas del western es tener pocas palabras, pero justas. No que cada personaje haga un discurso político, incluso aquellos que durante el resto de la película demuestran no tener el más mínimo vocabulario para expresarse. Es que no son los personajes lo que hablan, son los actores recitando el discurso del guionista.
El paisaje inicial que muestra a los tres protagonistas de la historia es prometedor. Parece un western. Es la escena más parecida a un western de toda la película. Soria, un joven inexperto, y dos bandoleros que se tienen poca confianza entre ellos, se unen para robar un banco en la Patagonia. Soria es demasiado blando en comparación a los otros dos, pero sabe de explosivos y por eso lo necesitan. Un comisario los persigue, obsesionado con poner fin a sus crímenes.
La trama empieza bien, pero pierde potencia en cada escena, en parte por los motivos ya mencionados. Se ve la influencia del cine de Sam Packinpah y Sergio Leone, así como de otros westerns, en general revisionistas. Un western patagónico demasiado hablado, en una clara subestimación del espectador, como si no fuéramos capaces de entender el universo mítico del más grande de los géneros cinematográficos.