SIEMPRE ES TRÁGICO VOLVER A CASA
Las imágenes que dan comienzo a este excelente film del director James Gray son unas fotografías en blanco y negro que están acompañadas de una música tranquila, de jazz. Son fotos de policías, más o menos alegres, festejando su camaradería y trabajo. Y son, sobre todo, la presentación de un mundo. Un mundo anterior, mítico si se quiere, cuya presentación estética claramente le da ese sentido al diferenciarlo de los otros mundos que aparecerán minutos después.
Ese mundo originario es el de Albert Grusinsky (Robert Duvall), el Jefe y -sobre todo- el Padre, cuyos dos hijos, Bobby (Joaquin Phenix) y Joseph (Mark Wahlberg), son el centro del relato y de la tragedia -en el sentido más clásico y griego de la palabra- que se desarrollan en Los dueños de la noche. Siguiendo la estructura mítica -pero reactualizándola, como siempre supo hacer el cine- hay entre los hermanos un enfrentamiento histórico que, luego de la presentación inicial del film -de esas fotos en blanco y negro-, es puesto en escena en toda su dimensión. Primero, al ritmo de la música de Blondie, la cámara de Gray nos interna en el reino de Bobby, esto es el boliche que regentea y que lleva como nombre Caribe, donde el hedonismo, la mafia y la droga son el sostén de una fiesta del exceso; es un lugar extasiado y aturdido. Luego pasamos al reino de Joseph en una fiesta familiar que se realiza en conmemoración a su labor como policía y que tiene lugar en el sótano de una iglesia. Así, en pocos minutos, estos dos hermanos son presentados como príncipes, cada uno con su territorio bien marcado y establecido, con reglas propias y opuestas. Cuando uno de estos príncipes (Joseph) irrumpe en territorio ajeno (en un operativo antidroga en el boliche de Bobby) el sentido trágico de la familia Grusinsky -eso que algunos también llaman destino- será revelado y ya no habrá marcha atrás.
Relato mítico, sentido trágico, príncipes. Palabras, estructuras y conceptos que pueden sonar desubicados al referirse a una película que es, a simple vista, un “drama policial”. Pero si logramos apartarnos de esa simple vista, podremos contemplar que lo que se nos está contando en Los dueños de la noche es una historia entendida a la manera del cine clásico, es decir, una historia simbólica, que funciona a partir del uso que hace de sus materiales diegéticos en pos de una significación más amplia y profunda, que la aleja de otras formas de expresión más limitadas y apegadas a los signos de su época, que por esa misma condición y por su falta de voluntad de trascendencia quedan expuestas en sus especulaciones mezquinas, cuando no en su bajeza moral (Vidas Cruzadas, de Paul Haggis es uno de las más recientes y acabados ejemplos de esto último). Por ello no deberíamos confundir esta clase de relatos con ningún tipo de apología a la institución policial tal cual la conocemos en nuestra cotidianidad: el cuerpo policial que aparece representado en el film es autónomo, tiene sentido y valor dentro de su propio universo fílmico.
Así las cosas, Gray se dedica a darle sentido al fondo de ser de su película a través de un delicado trabajo de puesta en escena. Para remarcar que la policía representa en su película otra cosa, una familia que comparte valores colectivos, hace que la reunión en la que se decide la última misión contra los narcotraficantes se desempeñe en la casa de Joseph, mientras su mujer les sirve café. Para marcar la importancia de lo familiar y de la negación de Bobby hacia su tradición, construye una serie de escenas simétricas, complementarias entre sí, en las que las visitas de Bobby a sus falsas familias que busca como reemplazo son filmadas de manera similar. Esos falsos hogares son los de Buzhayev (Moni Moshonov) -el dueño del boliche y, como quedará claro, falso padre- y el de la madre de Amada (Eva Mendez), su novia. También, siempre desde la puesta, se nos muestra el camino que finalmente tiene que emprender Bobby (respondiendo así a otro arquetipo mítico: el de la vuelta a casa) una vez que se asume -a partir de ese sentido trágico que mencionábamos antes- como parte de su verdadera familia. Su caída y su renacimiento lo entendemos simbólicamente a través de dos acciones que tienen su justificación en lo argumental, cuando se tira por una ventana para salvarse de una balacera, y cuando aparece detrás del humo de unos pastizales incendiados, luego de consumar el ajuste de cuentas y completar la misión.
Hay varias escenas más que podríamos nombrar y describir para ir descubriendo todo el poder significativo de Los dueños de la noche, pero deberíamos detenernos en las dos escenas finales para cerrar lo dicho en el párrafo anterior. Una vez cumplida la misión, luego de vencer al enemigo, el reino Grusinsky vuelve a ser uno solo: Bobby y Joseph finalmente están del mismo lado, comparten el mismo territorio, son príncipes en una misma tierra, la del Padre y sus valores. Sin embargo, Gray se ocupa de mostrar que todo es más complejo, que el interior de las personas tiene varias capas y que deberán lidiar siempre contra ese sentido trágico o destino que los envuelve. Y que pese a actuar y hacer lo que corresponde según la tradición, siempre habrá lugar para alguna tristeza. En la anteúltima escena Joseph dice que se dedicará a una función administrativa dentro de la policía; los acontecimiento sufridos lo hicieron cambiar y ya no tiene el valor para ser un hombre de acción. Esa es su perdida. Por su parte, Bobby ha perdido a su Amada, a quien imagina entre la gente en la última y magistral escena del film, ambientada durante otra celebración policial. Allí los hermanos, ya juntos en un mundo reinstaurado -insistimos, el del Padre- comparten la tristeza de haber sufrido pérdidas importantes, y allí, por primera vez se reconocen como lo que realmente son. El plano final habla por sí solo. Uno al lado del otro, mirando hacia el frente, escuchan las palabras del cura capellán que lleva la voz de la ceremonia. Hasta que un pequeño diálogo le da cierre definitivo a esta gran película:
Joseph: Te quiero.
Bobby: Yo también.
Cura (en off): Amén.