Los Willoughby tienen cuatro hijos: Timothy, sus hermanos gemelos, Barnaby y Barnaby (sí, se llaman igual) y la pequeña Jane. Desafortunadamente, los Willoughby no son muy aficionados a sus hijos. Claro que a los cuatro niños les pasa lo mismo: están convencidos de que sin sus egoístas padres les iría mucho mejor. Se suma otro personaje, bebé Ruth, que alguien abandonó en la puerta. Los padres obligan a los niños a que la dejen en algún lugar, así que la bebé Ruth fue llevada a una fábrica de dulces cuyo dueño es el Comandante Melanoff.
Los chicos, hartos de tanta maldad, arman un plan para alejarse de sus padres. Consiguen mandarlos de vacaciones a lugares imposibles y allí los cuatro niños se embarcan en una aventura inesperada que incluye a su nueva niñera, porque los padres son malos pero no tanto. Eligen una niñera barata que resulta ser la peor elección para cualquiera pero la mejor para los pequeños. Todo esto es narrado por un gato, dicho sea de paso. Este relato nos cuenta que a lo largo de muchas generaciones los Willoughby siempre fueron familias unidas y cariñosas, que dicha tradición, lamentablemente, se cortó en estos padres y estos hijos.
Forzadamente alocada, desesperada por los gags que muestran cuando raros y originales son, cada escena de la película es un escalón hacia abajo. La trama se alarga, las bajadas de línea saturan y los plagios a otros relatos abundan. Los padres son malos y las familias no necesariamente son de sangre. Perfecto el mensaje, clarísimo. Ya lo habían hecho en Matilda con más convicción e inteligencia. Como un manual de modernidad forzada, algo típico de Netflix y sus propuestas supuestamente transgresoras, la película es redundante y demagógica. Su única motivación es encajar en la agenda actual sin importarle demasiado que la película se falsa o artificial. Bueno, es falsa, artificial y no tiene un solo chiste gracioso en sus eternos noventa minutos.