UN PUENTE LLAMADO HEREJÍA
Kenneth Branagh, el máximo adaptador de Shakespeare en el cine de las últimas tres décadas, declaró al contratar a Michael Keaton para una versión cinematográfica de Mucho ruido y pocas nueces: “quiero que los espectadores sepan que Shakespeare y Batman pertenecen al mismo mundo”. Esa idea, que a los puristas de Shakespeare puede resultarles indiferente, es mucho más importante de lo que algunos creen. ¿Quién podría hoy dudar de la grandeza del autor de Macbeth? ¿Pero cuántos lo siguen considerando parte del mismo mundo en el que vivimos? Ya saben como son los expertos, aman adueñarse de algo y no soltarlo jamás. Yo soy experto en cine, y como crítico y como docente, siempre tuve como ambición explicarle a los espectadores que los grandes clásicos nos hablan a nosotros y nuestro presente. Por eso son trascendentes, por eso son clásicos. Y entonces viene a mi memoria aquella frase de Jorge Luis Borges: Clásico es un libro del que todos hablan y nadie lee. Shakespeare pasó de ser el máximo genio de la dramaturgia a convertirse en un intocable que nadie discute pero, insólitamente, mucha gente tampoco lee. Macbeth, asesino del sueño es una obra que busca varias cosas, pero que desde su concepción por lo menos consigue una: Que los espectadores sepan que Shakespeare pertenece a nuestro mundo. Shakespeare no es lejano, ni de museo, ni tiene fecha de vencimiento. Cómo diría Harold Bloom Si nos vemos obligados a identificarnos con Macbeth, y si nos abruma, también nosotros debemos ser temibles. Desde hace siglos, esta obra ha perturbado a los espectadores y no existe motivo alguno para que deje de hacerlo. Macbeth habita en nosotros.
Hay muchas maneras de demostrarle a los espectadores la vigencia de una obra, en particular para aquellos que dudan de dicha vigencia. Una forma es actualizarla por completo, como hizo en la década del 30 Orson Welles con Julio César de William Shakespeare. Otra forma es utilizar el anacronismo. Este último recurso es arriesgado, porque en el camino se puede perder el prestigio. ¿Pero qué prestigio se pierde? El prestigio de lo que en cine se conoce como qualité. Es decir, las obras que se suben sobre hombros de gigantes pero que no tienen altura propia. Las adaptaciones fieles, las puestas en escena que respetan al milímetro el texto original, muchas veces encierran una gran mediocridad y no necesariamente le hacen justicia al texto previo. El anacronismo es arriesgado, es contrario a la solemnidad, tiene un espíritu juguetón y libre. Macbeth, el asesino del sueño es eso: una obra arriesgada, sin solemnidad y con un espíritu juguetón y libre. Recuerdo una película cuyo anacronismo resultaba brillante. Se llamaba Corazón de caballero, y llevaba el medioevo a las nuevas generaciones. Corazón de caballero no tuvo muchas críticas a favor, ni ganó grandes premios (Tampoco el Kenneth Branagh de Mucho ruido y pocas nueces los tuvo). Nadie la tiene en cuenta en los manuales de cine, pero es una obra inmensa, compleja, interesante. Y por encima de todas las cosas: Herética. Hacer eso con el medioevo, poniendo Queen, la pipa de Nike y demás referencias contemporáneas, no se compara con la herejía máxima del mundo: ¡Anacronismos con el gran William! Y más aun: ¡Mezclarlo con los nuevos medios y tecnologías!
Música rock, televisión, celulares, nuevas tecnologías, intertextualidades varias y una puesta en escena que no ahorra sorpresas y momentos divertidos. Algunos recursos podrán ser discutibles, como en toda obra, algunas ideas tal vez resulten incomprensibles para quien no haya leído la obra, pero está claro que no estamos frente a una versión para expertos. Una clara intención de la puesta en escena de Orozco es no sólo ver a los actores y sus personajes, sino también al público. Ver al público viendo la obra, ver a la gente compartiendo los sufrimientos de Macbeth, de Lady Macbeth, de todos los personajes. Verlos a ellos y ver los rostros de quienes ven la obra. El público sepultado por un mar de sangre, bajo una lluvia de niños sacrificados, o en procesión a la tumba del rey, son momentos raros pero expresivos, donde muchos espectadores empiezan a entender la vigencia de la obra. La puesta es en un teatro sin butacas, con el público desplazándose a medida que ocurren acciones en el centro del espacio, con brujas acróbatas que vienen desde el pullman, con el techo y el fondo del escenario recibiendo imágenes proyectadas. Todo esto produce un distanciamiento, y es todo tan divertido que la obra se pasa volando. Sin embargo, aun queda espacio para la emoción y para el miedo. Macbeth es una obra siniestra, construida no del material del que están hechos los sueños, sino del que están hechas las pesadillas. Los personajes presienten la tragedia, la adivinan, la anuncian. A la emoción se suman los actores, que brillan y son el nexo emocional más poderoso. Giancarlo Pia Mangione como Macbeth está impecable y, herejía mediante, una personalidad famosa de la televisión, como Cristina Pérez, es quien termina siendo la joya más brillante de esta versión de la obra de Shakespeare. Apasionada amante de la obra del autor, ella pone una intensidad absoluta y, como corresponde, su Lady Macbeth es aterradora, pero también vulnerable. Que sea ella el emblema de la pérdida de prejuicios y la prueba de que Shakespeare está vivo, y vive no solo en esta nueva puesta en escena, sino en nuestra propia condición humana.