Cine Argentino

MANUEL ANTÍN Y JULIO CORTÁZAR

De:

EL CINE DE MANUEL

“Los defensores de un cine no literario no quieren ver toda la literatura que hay detrás del cine. Somos gente escrita. Yo creo que todo es literatura.”
Manuel Antin

A principios de la década del 60, Manuel Antin comienza su carrera cinematográfica adaptando cuatro cuentos de Julio Cortázar en tres largometrajes: La cifra impar (1961, adaptación de “Cartas de mamá”), Circe (1963, adaptación del cuento homólogo) e Intimidad de los parques (1964, fusión de dos cuentos: “El ídolo de las Cícladas” y “Continuidad de los parques”). Tras haber visto los resultados de la primera película, Cortázar señala con entusiasmo: “nada podría hacerme más feliz que darle un hermoso tema al hombre que filmó La cifra impar“, por lo que, más tarde, aceptará colaborar con la escritura de los dos guiones siguientes.
Entre 1961 y 1975, escritor y director mantienen una correspondencia profesional y personal -vía París-Buenos Aires- que atestigua no sólo cómo fueron tomando forma las adaptaciones sino también cómo fue creciendo una amistad entrañable.

El eje temático que vertebra las tres adaptaciones se resume en la inscripción que abre la última película (Intimidad de los parques) y que cierra la trilogía: “Antiguas leyendas cuentan esta historia: la mujer que se niega al amor se convierte en piedra”. Los tópicos de la mujer y del amor denegado funcionan como el detonante del conflicto en este juego de trilogías compuesto por tres adaptaciones, tres dramas amorosos, tres jóvenes mujeres protagonistas, que encarnan la muerte, como las parcas griegas.
La figura femenina es un tema fundamental en la obra de Cortázar y a menudo aparece identificada -como en estos cuentos- con el orden de la oscuridad, del más allá y de lo hechiceril, cuyos exponentes más claros son: Paula, en “La bruja” (1944), Ariadna en Los reyes (1947), Delia Mañara en “Circe” (1951) y la Maga de Rayuela (1963), entre otros. Junto a esa particular visión del poder y de la ominosidad latentes en la esfera de lo femenino, también puede detectarse en sus relatos un enfoque de las relaciones fundadas sobre dos tipos de vínculos: el de la incomunicación (el silencio, lo no dicho) y el de la violencia (psicológica y física). Alicia Puleo reconoce la filiación entre erotismo y muerte en numerosos relatos de Cortázar, por lo que, con frecuencia, “sexualidad y violencia se transforman en sinónimos”. Al hablar de su cuento “El río”, Cortázar sugiere que la clave para descifrarlo reside en “el viejo tema de que amar es matar al ser amado”, haciéndose sin duda eco de las teorías de George Bataille, por las que se interesó tanto como por las de Freud y las de Lacan.

La lectura de Antin para las adaptaciones se focaliza igualmente en ese esquema de relaciones signadas por el desencuentro afectivo y en ese modelo de mujer, la embelesadora, la infiel, que se ahoga en su pasión encorsetada por la imposibilidad de entregarse. Las conductas de las tres protagonistas están teñidas por la sombra del binomio eros-thánatos donde la muerte es siempre el precio del amor.

Aunque mantiene el argumento del cuento, la primera película se construye como una lectura edípica de la historia, cuya clave está contenida en el título: La cifra impar se refiere a la asimetría de los triángulos, ya que el director pone el acento en dos relaciones impares (Mamá/Nico/Luis y Laura/Nico/Luis) y en dos pares de dobles (Mamá/Laura y Luis/Nico). La película se abre con una metáfora visual: el perfil de mamá superpuesto sobre un retrato de Laura pronto sugiere una simetría misteriosa. Con una intención invisible en el cuento, la película demuestra que para Luis apropiarse de Laura significa recuperar a la madre y unirse a ella para siempre, por eso le dice sin mirarla: “Mamá…, Laura es como vos, Laura es vos“. Ante esta interpretación de la historia, Cortázar palmeó el hombro de Antin y le dijo: “Pibe, ahora entendí mi cuento”.

Con el mismo sentido de economía verbal, el cuento comienza con una frase de mano maestra -“Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional”- y avanza zigzagueante a través de un ardid literario muy cortazariano: el de ir encerrando las contradicciones internas de Luis entre paréntesis, porque “No quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis”.

Para transponer al lenguaje fílmico las ideas de encierro psicológico y de incomunicación que atraviesan el relato, Antin traslada el peso de lo no dicho (el nombre de Nico y la culpa por su muerte que va acorralando a la pareja) a otro motivo visual: la construcción de la puesta en escena aparece subrayada por rejas, barrotes y alambrados. La cámara recorta obsesivamente a los protagonistas desde los barrotes de la escalera que divide lo alto y lo bajo (espiritual) en la casa lúgubre de la familia; los barrotes que encuadran las camas donde muchas veces discuten e intentan intimar forzadamente Laura y Luis; el alambrado de la estación de trenes en la que Luis le confiesa a un primo que piensa fugarse con Laura; y es precisamente detrás de las rejas de un parque parisino cuando Laura sentencia: “Quiero decir más todavía; quiero decir que entre vos y yo lo hemos matado, Luis”.

La elección del recurso no fue premeditada en el director, pero tiene una posible explicación: “Es que entonces toda la ciudad (todo el país y también todo el mundo) estaba más encerrada entre rejas, no tanto porque hubiera más casas y menos edificios, sino porque la sociedad padecía de un encierro que hoy ya casi no existe: el de la incomunicación, que para nuestra generación fue un tema clave”. Desde ese lugar, la película cumple con una de las funciones más apasionantes de las adaptaciones: la de convertirse en focos de iluminación del texto original.

La “Circe” cortazariana es una adaptación de la bruja homérica de la Odisea. Los vecinos sospechan de la joven Delia Mañara (Graciela Borges) por las muertes inexplicables de sus dos últimos novios -Héctor (Walter Vidarte) y Rolo (Sergio Renán)- y atormentan a su nuevo compañero, Mario (Alberto Argibay), quien encuentra extrañas las conductas de Delia: la obsesión por ciertos animales, por la fabricación de licores y bombones, y por la necesidad de conservar el luto.

Con la intención de retratar a una Delia Mañara más humana, más contradictoria y más víctima de sí misma, inscripta además en un contexto completamente sesentista, en la versión fílmica de Circe, la caracterización de la joven no está lograda tanto a través de los gestos cotidianos sobre los que insiste el cuento (el apego al piano, a los animales y a la preparación de los bombones), como forjada a partir de dos motivos visuales: el de la mujer delante de la ventana y el de la mujer frente al espejo, dos instancias en las que -según Jordi Balló- las protagonistas cinematográficas miran dentro de sí y se cuestionan. Si en el cuento estos dos espacios están apenas mencionados, la película les otorga un lugar protagónico con el fin de convertirlos en puntuaciones dramáticas de la historia y de conducir al espectador por los pasajes íntimos de la conciencia de la joven.

La película repone una línea de análisis ausente en el cuento: Delia está presa de su sino -ser la repetición involuntaria de la fuerza ancestral que le dicta su doble griego: la bruja homérica- contra el que, de a ratos, parece rebelarse: “No soy libre, Mario, estoy atada a algo, estoy atada a mí misma”. En su imposibilidad de trascender ese destino, pasa días refugiada detrás del límite infranqueable que le impone la ventana, desde donde espía y despide cada noche a sus pretendientes. La casa, la ventana y las rejas son funcionales a su encierro al mantenerla incomunicada con la realidad: “Quizá hablamos de tiempos diferentes o del mismo, pero de cada lado de mi persiana”.
Otro rasgo añadido a la construcción del personaje (inexistente en el cuento) se refiere a la lucha interna con su sexualidad, temática clave para la generación del 60. Frente a la preparación del guión, Cortázar reelabora a la protagonista y la ve presa de una radical incapacidad de brindarse, de modo que, si no puede poseer por vía del amor, lo hará por la red de la destrucción: “A veces prefiero a los muertos, son más míos que vos”, le dice a Mario. Tras rechazar todo acercamiento íntimo que ensayan sus novios, Delia se encierra en la privacidad de su cuarto, donde despliega un ritual de autoadoración de su imagen desnuda frente al espejo. Ante la frustración sexual que su negativa provoca en el hombre, la joven siente liberada la represión de su propio erotismo como goce por el sufrimiento de la víctima. En esos instantes de desenmascaramiento solitario frente al espejo, Delia -magistralmente interpretada por Graciela Borges- concentra lo máximo de su perversidad, proyectando todo lo que la acerca a Circe, su doble lejano; el rictus siniestro, la risa diabólica, el juego de luces y sombras, subrayados por la sordidez de la música, la enmarcan en un escenario irreal, alucinatorio e intimidante para el espectador.
Fueron estas escenas eróticas de Delia las que determinaron que el Consejo Nacional Honorario de Calificación Cinematográfica decidiera censurarla. Finalmente no hubo que hacer ningún recorte y la versión actual es la original.

Para el guión, Cortázar volvió a la Odisea y añadió ciertos guiños que remiten al poema épico: así, al verso griego “Circe cantaba con una hermosa voz mientras tejía una divina tela” le corresponde la escena en que Delia entra en el living de su casa tarareando una canción popular (pegadiza) y se sienta a bordar un regalo para Mario.
Raquel (la mujer liberal de los 60 que seduce a Mario) es un personaje clave añadido en la película. En cuanto es la que “espera” la definición de Mario, podría encarnar a Penélope, pero esta interpretación es algo forzada. Más bien es la contrafigura de Delia, porque Raquel es una mujer “normal”, como ella misma señala, y encarna la normalidad en lucha con la anormalidad, como metáfora del enfrentamiento que fecunda a lo fantástico.
A diferencia de las otras dos películas, donde la figura del doble masculino es evidente, en Circe aparece desdibujada, pero deja en claro -como querían sus autores- que Rolo, Héctor y Mario son un único hombre y que para Delia el rito sacrificial conserva su singularidad aunque varíen las víctimas. Por eso, a la pregunta de la madre: “Delia, por favor, ¿hasta cuándo?”, la joven responde: “Pero si siempre es la misma vez, mamá”.

A pesar de la negativa de Cortázar, Antin cumplió su proyecto de cruzar, para Intimidad de los parques, los argumentos de “El ídolo de las Cícladas” y “Continuidad de los parques”. El paralelismo entre ambos cuentos es el mismo de La cifra: la rivalidad de dos hombres (el doble) por una mujer y un triángulo amoroso que desemboca en la muerte.

La película repone lo que el cuento sobreentiende apenas: que la búsqueda de Thérèse se mueve indefinidamente, como ocurría con Laura en La cifra, entre la sensibilidad poética de Somoza y la superficialidad terrenal de Morand. Lo impronunciable aquí -para los rivales- es el nombre de Thérèse, como antes ocurría con Nico. El cuento no define en ningún momento la posición afectiva de la mujer, sino que se limita a asociarla al universo no humano que se va confundiendo con la realidad. Dominada por el ídolo, ella no participa en el relato; permanece estática y muda, como la estatuilla de mármol, pero desde su lejanía determina el derrotero de los acontecimientos. Al igual que la palabra (ausente), la presencia de la mujer se materializa a través de su mutismo ensordecedor. Entre los dobles masculinos, ella encarna la palabra que no es posible recuperar: el discurso historiográfico o los descubrimientos arqueológicos pueden reinventar la Historia, pero no pueden revivirla. El lenguaje, por tanto, sólo en apariencia se comporta como un nexo comunicante, pero es en realidad un símbolo de la ruptura entre los distintos tiempos, las diversas culturas y las polaridades de los hombres.
El director trasladó el escenario original de Grecia a Machu Picchu. Dado que el paisaje y la mujer, en tanto embajadora del ídolo, se comportan como los protagonistas de la película, uno de los mejores aciertos de la puesta en escena es el de haber creado entre ambos una identificación que emergiera de un nuevo triángulo: la estatua-Teresa-las ruinas, las tres relacionadas a la piedra. Las puntuaciones dramáticas del film están logradas en esos instantes en que Teresa se desplaza, como adherida a las rocas, por los laberintos de las ruinas, semejante a una protuberancia o una figura en relieve de los muros antiguos. El territorio ascencional de Machu Picchu subraya el sentido de trascendencia cosmogónica que ya contiene el paisaje como motivo visual, puesto que funciona como correlato de los mundos implicados en lo alto y lo bajo: Mario encarna lo espiritual, Héctor simboliza lo terrenal y Teresa se comporta como emisario de lo primero (el mensaje divino) en el espacio de lo segundo (el orden humano).

Los dos pilares sobre los que se levantan las películas de este período de Antin son las pasiones traicionadas y el rol que cumple la memoria como depositaria -y también traicionaria- del Tiempo en la existencia humana, dos temas extensibles a Los venerables todos y Castigo al traidor, en las que el engaño es el móvil de las relaciones en el seno de complots políticos. Con excepción de esta última, en todas, la mujer encarna el motivo de la discordia. Si en Circe la figura femenina es un emisario del mal, en La cifra funciona como la causa edípica de la enemistad entre dos hermanos, mientras que en Intimidad y en Los venerables representa la imagen del deseo que destruye un antiguo lazo de amistad.

El juego de dobles entre los protagonistas de la trilogía aparece complicado, a su vez, por otros recursos laberínticos en el tiempo y en el espacio, que mantienen a los personajes desdoblados entre distintos momentos y ciudades: Buenos Aires (pasado) y París (presente) en “Cartas de mamá”; los fantasmas de Rolo y Héctor (pasado) invadiendo la relación con Mario (presente) en “Circe”; el antes (París) y el después (Grecia) del descubrimiento de la estatua en “El ídolo”. Antín ha denominado a este astillamiento del estilo cortazariano “una poética de espacios y tiempos rotos” para la que debió encontrar un lenguaje audiovisual equivalente. Con ese fin, se valió no sólo de una adecuada creación de la atmósfera, sino en mayor medida de arriesgados juegos de montaje que, en parte debido a fallas técnicas durante la última filmación, llevó a un extremo en Intimidad.
El paralelismo entre la trilogía y los filmes de Alain Resnais –Hiroshima mon amour (1959) y El año pasado en Marienbad (1961)- y de Alain Robbe-Grillet –La inmortal (1961)-, sobre el que ha insistido la crítica, responde sobre todo a ese tratamiento laberíntico del tiempo. Según Antin -que niega la influencia y entiende, en cambio, que las similitudes se deben a un “aire de época”- su tendencia a presentar texturas quebradas surge de la prosa de Cortázar tanto como de su propia obsesión frente al Tiempo: “Creo que la mente del hombre es una especie de rompecabezas”. Lo que comparten los directores es una composición poética de los discursos fílmicos, lograda sobre la base de la elipsis, lo sugerido, las metáforas visuales y los guiños literarios, de donde resulta una atmósfera onírica, que se mueve entre lo alucinatorio y lo fraccionado, lo fantasmagórico y lo teatral. La memoria y la mujer -traicioneras, metamórficas, inaprensibles- son los temas que acercan las voces líricas de los narradores en estas películas.

La trilogía surca ondulante el límite entre lo fantástico y el drama psicológico. Cortázar no se equivocaba al señalar cierta tendencia del director a “distraerse” de la tensión fantástica para ocuparse más de la dimensión psíquica y afectiva de los personajes. Aunque Antin mantiene ciertos rasgos del género fantástico -la construcción de la puesta en escena, en las dos primeras películas, y el esquema del doble, en toda la trilogía-, su tratamiento de las historias se desliza sensiblemente hacia ese plano más psicológico en el que los fantasmas no son sobrenaturales sino figuras de la conciencia.
Las cartas de cine intercambiadas entre ambos artistas son el reflejo de un ejercicio de escritura a dúo, una partida de ajedrez dinámica pero muy meditada. Como ocurre con todos sus personajes, la relación también parece forjada sobre una tensión de dobles que se atraen y se complementan: Julio Cortázar, argentino residente en París y escritor cinéfilo, y Manuel Antin, a la inversa, descendiente de franceses radicados en la Argentina y un cineasta con vocación literaria, reunidos entre las orillas de Buenos Aires y París. A pesar de las aisladas diferencias que por momentos parecieron enfrentar los propósitos estéticos de cada uno, Manuel Antin no dudó nunca en admitir que “Cortázar era el escritor que yo no era, era mi otro yo escritor” y el autor de Rayuela elogió la obra de su amigo con una de las sentencias más conmovedoras que pueda recibir un director: “tu cine será eso, un fuego intenso que dejará a todo el mundo con la cara dada vuelta para siempre”.

BIOFILMOGRAFIA DE MANUEL ANTIN

Nació en Chaco en 1926. Estudió abogacía. Publicó tres libros de poemas, escribió dos novelas y estrenó dos obras teatrales.
Se inició en la realización cinematográfica con tres cortometrajes: coguionista y productor en Contracampo (1958) y coguionista en Luz, cámara, acción (1959), ambos de Rodolfo Kuhn; realizador y argumentista en Biografías (1960). En 1965 realizó “La estrella del destino”, uno de los cinco episodios incluidos en Psique y el sexo de varios directores argentinos.
Entre 1961 y 1981 realizó diez largometrajes, de los cuales nueve -con la excepción de la histórica Juan Manuel de Rosas (1971)- son adaptaciones literarias: La cifra impar (1961), Circe (1963) e Intimidad de los parques (1964), basadas en cuentos de Julio Cortázar; Los venerables todos (1962) sobre su propia novela inédita; Castigo al traidor (1965), cuento de Augusto Roa Bastos; Don Segundo Sombra (1969), nouvelle de Ricardo Güiraldes; La sartén por el mango (1972), obra teatral de Javier Portales; Allá lejos y hace tiempo (1977), relato autobiográfico de Guillermo E. Hudson; y La invitación (1981), novela de Beatriz Guido.
Fue director del Instituto Nacional de Cinematografía entre 1983 y 1989. Durante su gestión el cine argentino ganó más de doscientos premios internacionales. En 1991 creó la Fundación Universidad del Cine (FUC) de la que sigue siendo director.
Fue condecorado por Francia e Italia. Obtuvo en su país el Premio Leopoldo Torre Nilsson de la Cinemateca Argentina. Los “Encuentros de cine de Sorrento” le concedieron el Premio Vittorio de Sica por su obra cinematográfica. En 1994, el Fondo Nacional de las Artes de la Argentina le otorgó el Gran Premio Anual por su trayectoria cinematográfica, educativa y cultural.