Más respeto que soy tu madre fue primero un blog donde su autor, Hernán Casciari, tomaba la identidad de Mirta Bertotti, una ama de casa de cincuenta años. Luego pasó al papel y terminó siendo un libro que a su vez fue adaptado en una muy exitosa obra de teatro protagonizada por Antonio Gasalla. Tal vez la película sea la peor de las versiones, pero con todo respeto debo decir que al verla es absolutamente imposible que alguno de los formatos anteriores fuera bueno o al menos gracioso. Me los ahorré todos, por suerte. Las pocas referencias que escuché, incluso las positivas, me invitaron a quedarme lejos de Mirta Bertotti y su familia.
Mercedes Bertotti (Florencia Peña) tiene cincuenta y dos años y vive en la localidad bonaerense de Mercedes junto a su marido, su hijo y su hija. Un tercer hijo que ha dejado de compartir techo con la familia vendrá a quedarse con ellos antes de irse a vivir a Boston. La familia Bertotti tiene un patriarca muy particular, interpretado por Diego Peretti en la que podríamos afirmar en la peor actuación de toda su vida. El viejo ha heredado a su vez de su padre una pizzería y le ha jurado que la llevaría hasta el año 2000. Faltan pocos días para cumplir con la promesa, aunque la pizzería se cae a pedazos y no tiene clientes. El viejo, que soñaba con ser músico, es un anciano rockero que vive fumando marihuana y citando a sus artistas favoritos. Todo lo mencionado se repite una, dos, tres y mil veces. La primera vez no es graciosa, la segunda ni hablar, luego es simplemente una pesadilla.
La comedia dirigida por Marcos Carnevale apuesta a un costumbrismo exacerbado que golpea una y otra vez contra el grotesco. La primera comparación, la más perezosa, es con Esperando la carroza (1985) una película muy popular que tenía muchos gritos, una montaña de lugares comunes y que muchos consideran graciosa. Pero claro, en comparación con Más respeto que soy tu madre hasta La decisión de Sophie tiene más humor. Los gags son tan malos que no solo no hacen reír, sino que incluso nos roban risas que hemos tenido en años anteriores, la película es como un dementor convertido en largometraje.
La protagonista mira a cámara y nos cuenta la historia. Nos dice que en Argentina siempre hay crisis y, estando en la última semana del 2000, es bastante obvio cuál será el remate. La mayoría de los actores está a tono con el guión, es decir horribles, otros se las ingenian para vivir en su micromundo actoral y sobreviven, aunque sin rumbo. Lo primero que se puede pensar es que este costumbrismo grotesco es una decisión y como tal puede gustarnos o no, pero la verdad es que no debe haber una sola escena coherente, con sentido o continuidad. Personajes entran y salen, las situaciones se contradicen entre sí, los momentos chocan, no fluyen, todo está forzado y es tan explícito que es un bochorno ser testigos como espectadores. Sería difícil describir lo mal resuelto que está todo, hay escenas que hace cincuenta años hubieran sido antiguas y fallidas. Ni hablar de lo que producen hoy.
Guión, dirección, actuación, vestuario, fotografía, todo está mal, pero la cereza del postre es la banda de sonido. La música es como un tío borracho que cuenta chistes malos y luego nos codea para pedirnos una risa. Cada momento de la película tiene la música como aliado infernal en la obviedad. Uno hubiera creído que no existía más esta clase de cine, pero no, ahí está, en una sala de estreno. Luego de Granizo, una cambalache sin sentido, hubiera jurado que Marcos Carnevale no podría hacer una película peor. Pasaron pocos meses y se demostró que sí, podía. No sé qué nos deparará el futuro, quiero pensar que no hay algo más malo que esto.