Hay actores que nacieron para interpretar a Napoleón Bonaparte y otros que no. Claro, un buen trabajo actoral nos puede cambiar los prejuicios. Pero de la misma forma que Marlon Brando era un Napoleón más que obvio, otros actores pasaron por allí con mayor o menor éxito. El propio Brando siempre quedó arrepentido de su rol en Desirée (1954) porque su papel no era el protagónico y él, enojado con el estudio, lo hizo a desgano. Una oportunidad desperdiciada que no tuvo revancha.
Además de actores adecuados hay momentos correctos para que hagan ciertos papeles. Cuando Ridley Scott decidió hacer su película Napoleón eligió como protagonista a un viejo conocido suyo, Joaquin Phoenix, que tan bien le funcionó como villano en la película Gladiador (2000). Ahora Phoenix es un actor diferente, más conocido todavía y con un Oscar encima, nada menos que por interpretar el rol principal en la película Guasón (2018). Pasaron muchos años y Scott y Phoenix han pasado por muchas cosas en sus carreras. El resultado del reencuentro es el corazón de Napoleón, aunque por supuesto hay muchas cosas más en juego.
Napoleón es, todos lo sabemos, una de las figuras más importantes de la historia de la humanidad. Idolatrado por muchos, criticado por otros, su mezcla de brillante estratega y ambicioso tirano lo colocan en un lugar aún hoy genera controversias. Ridley Scott, se ha visto inmerso en discusiones y peleas por la interpretación que ha hecho de la vida de Napoleón Bonaparte. Pero mientras que los historiadores han tenido y tendrán mucho para discutir, una película de menos de tres horas no puede cubrir todas las complejidades y contradicciones del personaje y el contexto histórico donde vivió. La película dura solamente dos horas y treinta y ocho minutos. Ya se anunció que en Apple TV se podrá ver una versión de cuatro horas. No hay duda de que dicha versión será apasionante, porque lo que se cuenta lo es y por momentos la película parece dar grandes saltos que dejan con ganas de más. No siempre una película más corta es una mejor película. Revisen el anecdotario de El padrino (1972) de Francis Ford Coppola, donde en uno de los montajes el propio director le sacó escenas que el productor lo obligó a colocar nuevamente. Más duración en películas de este tipo significa una narración más ordenada, prolija, y por lo tanto más atrapante para seguir. La versión que todos hemos visto en el cine de Napoleón es claramente una versión con demasiados cortes.
La película arranca en la Revolución Francesa y nos regala una primera licencia poética: Napoleón (Joaquin Phoenix) es uno de los muchos que presencia la decapitación de la reina destituida María Antonieta. Eso, lejos de enojar, es la prueba de un guión que prefiere el drama al rigor histórico. A un historiador le podemos pedir que sea estricto, a un artista por favor no. El guionista David Scarpa y el director Ridley Scott le dieron prioridad al cine.
Luego irá dando saltos históricos con algunos carteles que aclaran año y situación y la presentación también con títulos de algunos de los personajes. El trabajo es titánico y no pretende ser exhaustivo, pero por momentos da la sensación de que falta demasiado información o desarrollo de personajes y situaciones. No sólo por el ambicioso recorrido histórico, sino también por la historia de amor, que está en el centro de la trama. Si acaso 158 minutos no alcanzan para el recorrido del militar, mucho menos para incluir su historia de amor con Josefina (Vanessa Kirby).
El apasionado vínculo entre ambos personajes atraviesa toda la trama, incluyendo sexo, amor, traición, la conveniencia y el deseo de conseguir un heredero para el trono. Aunque en muchos aspectos esta línea de la trama se acerca a los hechos históricos, necesariamente también se ajusta a las necesidades del guión. Hay bastante atrevimiento es Scott al mostrar de forma desmitificadora a Napoleón Bonaparte. En muchos momentos, incluso, lo ridiculiza. Es una decisión artística pero también una mirada sobre los hombres más poderosos de la historia. Desacralizar tiranos es una empresa que cada vez parece resultar difícil. Es más común ver como se burlan de una persona sensata que de un totalitario. Por ese lado, bienvenido sea el juego que propone Ridley Scott.
Aunque en la puesta en escena el realizador cita varias pinturas famosas en las imágenes, al final del camino prefiere sacar a Napoleón del bronce y mostrarlo sin tanta solemnidad. Lo mismo para la relación con Josefina. Vanessa Kirby es un imán para la cámara y eso permite entender la pasión de Bonaparte por Josefina. Phoenix, visto desde el punto de vista de la sátira, es un Napoleón cercano a la comedia. Si fue elegido por eso, entonces es una opción correcta.
¿Pero se puede hacer una superproducción histórica con ese tono sin pagar el precio del rechazo? Se puede intentar y Ridley Scott lo hizo. El recibimiento fue entre frío y negativo, como si acaso las escenas de batalla que la película muestra fueran moneda corriente en el cine contemporáneo. Bastan esos momentos para entender que aún sin lograr una película con aspiración de clásico igual nos da dos horas y media de cine. Despareja e incompleta, pero con una energía propia de los cineastas con identidad.
El gran espectáculo es está. Napoleón es divertida e imponente. Las famosas e impactantes batallas parecen por momento algo breve y a otra se arriba sin mediar escena que la explique, pero un repaso mental por todo lo que ocurre en la película es digno de admiración. Recuerden que la mejor y más conocida película sobre Bonaparte sigue siendo Napoleón, dirigida por Abel Gance en 1927. Dicha versión duraba cinco horas y media y contaba sólo un tercio de su vida, lo que deja en claro que es difícil abarcar tanto en una sola historia. Se han tomado muchas decisiones y todas podrán ser siempre discutidas. La película de Gance es superior a todo lo que se hizo después, pero no por eso es perfecta.
Ridley Scott logró cumplir el proyecto que en su momento no pudo lograr filmar Stanley Kubrick. Por problemas de presupuesto el director de La naranja mecánica se quedó sin filmar su guión que aún hoy podría ser una miniserie producida por Steven Spielberg. Pero aunque se filme aquel guión, nunca sabremos qué hubiera hecho Kubrick. Lo cierto es que con un nuevo libreto y en una época con una tecnología más amable para completar largometrajes épicos, Ridley Scott estrena su Napoleón. Tanto Kubrick como Scott dicen haber visto la película de Abel Gance y que no les gustó. Un poco temeraria esa afirmación, pero sobre gustos no hay nada que discutir.
Otro elemento hoy fuera de los códigos actuales es que la película sea hablada mayormente en inglés, con la excepción de los que no son ni franceses ni ingleses. Así se hacía en otra época del cine, pero hoy, poco a poco, se ha vuelto algo que puede jugar en contra. A veces no afecta, pero otras, como aquí, trae algunos problemas. No se sabe si los personajes secundarios son ingleses o franceses debido justamente al idioma que hablan. Pero hacer una superproducción para triunfar en Estados Unidos y Gran Bretaña con un elenco francés es un riesgo comercial difícil de asumir. Rupert Everett como Arthur Wellesley, Duque de Wellington, soluciona en parte el problema pero llega al final. El actor es una parodia desaforada de lo que es ser inglés, demostrando además el humor de la película.
Ridley Scott ha dirigido varias obras maestras del cine, algunas de ellas de una enorme popularidad. Ha hecho film de cultos, películas muy populares y algunos títulos para el olvido. Esta vez no obtuvo el resultado buscado pero el tiempo dirá si este Napoleón es reivindicado por la historia del cine. Tal vez haya mucho para reclamarle, pero al mismo tiempo se ve como es clase de títulos que una agradece si lo vuelve a encontrar años más tarde.