Peliculas

SECRETO EN LA MONTAÑA

De: Ang Lee

EL INÚTIL COMBATE

El cielo protector

Alguien dijo una vez en relación a los westerns filmados por John Ford, que éste lograba en sus películas hacer un recorrido a través del cual los espectadores pasaban de la imagen a la idea y de la idea, nuevamente a la imagen. La inmensidad de la imagen – el paisaje abierto – siempre se terminaba imponiendo por encima de la idea. Es que la imagen era la idea en sí misma. Quien alguna vez haya visto títulos como La diligencia (1939) o Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) podrá entender a qué me refiero. El western clásico era puramente deudor de la épica, y la épica siempre necesita del espacio para su desarrollo, de la geografía que le permita respirar aires de epopeya. Los personajes que se embarcaban en esta cruzada eran hombres que en su andar ponían en funcionamiento tensiones; la civilización – de la que eran portavoces – y la barbarie a la que debían vencer. Las historias daban cuenta de una época en la que el territorio era el objeto a conquistar, las ciudades aún debían construirse y las familias constituirse como base fundacional de las mismas. El western de Ford, claramente no comparte cielo con el de Ang Lee. Secreto en la montaña (Brokeback Mountain), película que acaba de ganar cuatro Globos de Oro (Mejor película, Mejor director, Mejor guión y Mejor canción original) y que el año pasado obtuvo el León de Oro en el “Festival de Venecia” al Mejor Director, no se detiene a mostrar esos cielos majestuosos pues acá no existen geografías a conquistar, sino exploraciones de territorios humanos. Y si bien esto va en detrimento de la belleza que el western clásico tendía a capturar, aquí la historia corre por otros derroteros. Secreto en la montaña no habla de grandes epopeyas, sino de pequeñas conquistas personales, no muestra batallas sino combates internos. Ennis Del Mar (Heath Ledger) y Jack Twist (Jake Gyllenhaal) son dos jóvenes que se conocen mientras comparten la tarea de cuidar ganado para el dueño de un rancho (Randy Quaid) durante una temporada en los alejados campos de Brokeback Mountain. Las circunstancias de profunda soledad en la que su trabajo se desarrolla son las que harán posible que los sentimientos entre ambos afloren; el relato se convertirá en una historia de amor entre dos hombres, cowboys, con matrimonios heterosexuales, y que habitan en Texas y Wyoming – oeste de Estados Unidos – durante los inicios de los ’60. Estos datos avizoran un futuro poco propicio para la felicidad de los personajes. Pero si bien las normas sociales del universo en el que viven Ennis y Jack no son las favorables para llevar adelante su historia de amor, no serán éstas quienes pongan todos los escollos, sino la propia imposibilidad que los aqueja para poner en palabras su deseo y hacerse cargo de la elección. Aquí es quizás el terreno en el que el director logra dar sus mejores pasos, en describir algo de esta tensión que se establece entre ambos personajes. Con una trayectoria de films justamente reconocidos (El Tigre y el drágon, Sensatez y sentimientos), Ang Lee traza con obsesividad los rasgos definidos de esos hombres que incidentalmente se cruzan y se observan, y torpemente se buscan, se encuentran y se escamotean. Pero pese a ese gran acierto del director, no logra la misma fineza en el trazo de las líneas a su relato. La película peca por exceso en la utilización que hace de algunos elementos discursivos puramente cinematográficos que, en este caso en particular, no suman, sino restan. Esto se evidencia, por ejemplo, en la presencia de un flashback que aparece como explicación de un trauma infantil en la vida de Ennis, que no por verosímil deja de ser innecesario, y que termina de volverse completamente obvio cuando llegando al final se emparenta con lo que le acontece a Jack. Además de que sobrevuelan en la analogía aires moralizantes que no pueden pasar inadvertidos para el espectador. La película padece también, de cierta imposibilidad para transmitir el paso del tiempo interno a los personajes y la incidencia que éste debería tener en la conformación de su deseo. Asimismo, las metáforas de trazo grueso que se cuelan en determinados pasajes resultan vulgares. En este sentido, el plano que cierra el film puede ser leído en un registro que poco tiene que ver con el tono romántico y nostálgico de la escena (y de la película); allí donde debió haber primado la sutileza en resguardo de la importancia de los afectos que el personaje pone a buen “resguardo” en el placard de su ropa, aparece de golpe un elemento que rompe el clima de emotividad que posee el final y que bien podía haberse evitado. […]

La nota completa puede encontrarse en Leer Cine Nº 4