LA VIDA ALREDEDOR DE LA AUSENCIA
La primera escena de Shara es abrumadora. Un largo plano secuencia plantea todo el centro del film. Con sofisticada y a la vez sencilla puesta en escena, Naomi Kawase nos lleva simplemente al corazón de la tragedia, del dolor, del vacío, de la ausencia que habitará en todas y cada una de las escenas del film. Dos hermanos corren por su barrio, la cámara, como subida a una bicicleta (como la que se verá luego en el film), parece acompañar el juego de los niños, aunque al mismo tiempo se siente como una presencia ominosa que anuncia el sencillo y desesperante final de la escena. Uno de los dos niños desaparece sin dejar rastros. Es la primera escena del film, y lo que sigue es una historia brillante y profunda, que nos lleva al centro mismo de la existencia y de cómo lo que no está, lo que se ha ido, nos conforma y nos marca en la totalidad de nuestros días.
Naomi Kawase presenta ese barrio laberíntico de la escena inicial como algo más que un espacio real, el laberinto es la idea misma de lo que le pasa a los personajes y lo que sienten. Todos quedan sumergidos en ese laberinto, sus historias se mueven en diferentes direcciones pero nunca sabemos cuál es el verdadero camino que eligen. Como el niño perdido, la familia de Shara y sus allegados se mueven sin saber a dónde van, están perdidos a pesar de que el que se ha perdido es el que no está. Tan significativa es la presencia de su ausencia que cada gesto, cada palabra, cada sonrisa y cada lágrima parecen estar hablando de eso. Kawase elige colocar la cámara no sólo como alguien que deambula por ese laberinto, sino que permite un aire particular en los encuadres, como si se dejara un espacio para ese ser que ya no está, ese en el que todos -incluso los espectadores- están pensando. Así transcurre el film hasta llegar a la ya hoy mítica escena del festival de Shara que han preparado a lo largo del film. Una danza eufórica, luminosa, llena de vida y alegría, pero también un grito desesperado, una energía contenida que estalla de golpe y nos inunda como esa lluvia que cae en ese momento, a pleno sol, y que llega y se va sin avisar. El cielo llora a pleno sol y en ese momento no se puede ser del todo ajeno a la idea de que la película también respira una profunda espiritualidad. El laberinto y la tristeza que no nos abandonan más, liberan su llanto en escena, como también anuncian de forma bellísima el nuevo nacimiento por venir. Nace un nuevo niño, la vida sigue, como siempre, aunque el ausente siga ausente. La cámara puede irse ahora, sale del laberinto, lo muestra desde arriba, vemos todo el barrio. Es difícil definir qué es lo que se impone en el final de la película, si la alegría de que la vida sigue o la tragedia de que lo haga. Las personas estamos hechas de ausencias, de los que ya no están, de los que habitan sólo en nuestra memoria, en nuestro corazón. Aquellos que se han ido del mundo o simplemente de nuestras vidas.
Los que en silencio nos acompañan en cada pequeña cosa que hacemos, en nuestros triunfos y en nuestras amarguras. Shara es única porque habla de eso que es tan difícil de describir y lo hace de una manera majestuosa, inteligente y emocionante. Con la sabiduría del que dice aquellas palabras que parecen no haber sido dichas antes.