TORNEO DE LUGARES COMUNES
No hay reglas cerradas con respecto a cómo debe ser una película. Pero pasados ya más de cien años de historia del cine, tal vez sea hora de que se deje de insistir en tomar el teatro como punto de partida para un film. La apuesta es, por lo menos, peligrosa. Seguramente muchas grandes obras abrevan en el teatro, desde las adaptaciones de clásicos de directores, como Orson Welles, a versiones de obras menores, como Casablanca, el cine no necesariamente se ve arruinado por elegir ese punto de partida. El problema no estriba allí. El problema resulta cuando cuatro personas paradas frente a una cámara pasan ochenta minutos diciendo obviedades, y a eso deciden denominarlo película. El enorme y legendario director Roman Polanski ha trabajado en toda su extensa filmografía la claustrofobia y el encierro, y también probó acercarse a la teatralidad en La muerte y la doncella, pero nunca jamás su filmografía había tocado un punto tan bajo. No hay nada, excepto el plano inicial, que sea rescatable de Un dios salvaje e, irónicamente, no es seguro que ese plano lo haya dirigido Roman Polanski.
El cine tiene posibilidades maravillosas, muchas de las cuales el director exploró a lo largo de décadas y en diferentes países. Los motivos por los cuales aquí cae tan bajo no tienen que ver con el hecho de que eligió basarse en una obra de teatro. El problema de Un dios salvaje no es la puesta en escena, sino el guión. Todo el guión es lamentable, las situaciones son tan forzadas que cada minuto de la película va en deterioro del buen gusto y la inteligencia del espectador. Verdades de perogrullo inundan todas y cada una de las líneas de diálogo, algo que en cualquier medio, ya sea cine, teatro, televisión o literatura, resulta insufrible. Roman Polanski colaboró muchos años con guionistas brillantes (entre otros, con el impar Jean Claude Carriere), entre esos guiones y el que acá escribe con Yasmina Reza (autora también de la obra en la que se basa el film) parece mediar un abismo. Sin embargo las verdades de perogrullo y los lugares comunes venden bien en el teatro, el cine, la televisión e incluso en los libros en donde obviedades hacen la delicia de muchos. ¿Y con qué se puede combinar eso para que el paquete de mediocridad sea irresistible? Con cuatro sobreactuaciones patéticas que sirven para el supuesto lucimiento de cuatro actores que han sabido hacer su trabajo muchísimo mejor en muchas otras ocasiones. Dos actrices de la talla de Jodie Foster y Kate Winslet hacen aquí todo lo que un actor debe hacer cuando un texto está muerto y un director no sabe hacia dónde ir. Christoph Waltz y John C. Reilly hacen lo mismo. Actúan a la deriva, parecen chicos de nueve años encerrados en el aula y con el maestro ausente. En cuanto al film para muestra basta un botón. Estamos en el año 2011 (cuando se filmó Un dios salvaje) y alguien, un director y dos guionistas, crean como un personaje adicto a su teléfono, que se desconecta de sus conflictos cotidianos a través de ese aparato. De ese nivel bajísimo está hecha esa película. Celebrarla es festejar la muerte no solo del cine, sino de la inteligencia del ser humano en general.